«Todo parece al alcance de la voluntad, mientras que la voluntad asegura estar al alcance de un simple grito de guerra para manadas lobotomizadas.»
David Ramos Castro
La colmena urbana
Volví de Estados Unidos hace apenas unos días. Había ido a dar una conferencia y un taller en la Universidad de Carolina del Norte, uno de los estados que han resultado claves para la victoria de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales norteamericanas. Aunque mi viaje estaba previsto para una semana después, el director del departamento universitario que me invitó, con una prudencia más que justificada, prefirió que alguien llegado de México, como es mi caso, no arribara al país en plena contienda electoral. Las violentas declaraciones del candidato republicano contra los migrantes y la población hispana en general durante su ruidosa campaña electoral habían encendido el ambiente y no hacían recomendable llegar en esos días desde más abajo de Río Bravo. El país, presa de una polarización en auge, no necesitaba más fuego ni tampoco demasiadas excusas para avivar un polvorín que siempre parecía a punto de estallar. Estamos hablando, no lo olvidemos, de un gigantesco territorio que cuenta con unos 398,5 millones de armas en una población de 334,9 millones y donde algunos grupos de civiles, armados hasta los dientes, son el síntoma más visible de la violenta e histórica desigualdad que lo carcome socialmente.
Los Boogaloos, uno de esos agresivos grupos de exaltados, aparecieron en 2020 ataviados con camisas hawainas, atuendos militares, banderas norteamericanas por doquier y armas de asalto a discreción. En el contexto de la pandemia de covid-19 y de las protestas por el asesinato del joven afroamericano George Floyd a manos de la policía, esa siniestra milicia civil, emboscada en un patrioterismo barato de cruces y rayas y en una mezcolanza de dogmas supremacistas, neonazis y anarcocapitalistas, salió a las calles de lugares como Raleigh, en Carolina del Norte. Allí, individuos como el joven Benjamin Ryan Teeter (condenado a cuatro años de prisión en 2022) mostraban sin recato su dogmática lectura de la segunda enmienda constitucional y su fe en una licencia para matar, so pretexto de una autodefensa necesaria. El problema en un país como Estados Unidos es que dicha autodefensa surge de una extraña alianza entre el individualismo liberal, que permite disparar a cualquiera que ponga un pie en casa ajena, y el nacionalismo ultra y neoliberal, que toma al propio país como una propiedad privada extendida en la que todo aquel que no esté invitado (generalmente afroamericanos, indígenas, latinos y migrantes) puede ser repelido o abatido a balazos al grito de “God bless America!”. El caso estadounidense no es el único, desde luego, pero llama la atención que su protagonismo histórico en esa unión de libertad individual y violencia le permita aún presentarse al mundo como una garantía creíble de bienestar y paz para todos, y que semejante patraña sea digerida y regurgitada por casi todos los países occidentales.
Precisamente, muchos de esos países son los que ahora se han apresurado en felicitar al mandatario recién electo, haciendo caso omiso de sus causas legales pendientes. En el caso concreto de Europa, dichas felicitaciones sólo confirman lo que ya deberíamos saber: que la posición europea, alineada con la promoción de las posturas trasatlánticas de la OTAN defendidas por Estados Unidos, hoy por hoy no es más que un vergonzoso ejemplo de sumisión e hipocresía característico de la escuela de delincuentes y psicópatas que han convertido la política en un simulacro de telerrealidad. Mientras que, por un lado, algunos mandatarios europeos se llenan la boca hablando de colaboración y de respeto recíproco a los diversos valores que supuestamente caracterizan las políticas a ambos lados del Atlántico, por otro, las acciones de sus máximos representantes en la UE muestran una adhesión inconmovible a los intereses norteamericanos y a sus aliados. El futuro europeo, en este sentido, está más que nunca hipotecado a las decisiones de Washington y entregado como un trofeo útil pero de segunda a las decisiones belicistas y genocidas que hoy campan a sus anchas por el escenario internacional. Ha sido, de hecho, un criminal como Netanyahu (sobre quien cuesta creer que no pese ni una orden de arresto internacional por crímenes de guerra, como la que sí pesa sobre Putin), uno de los primeros en felicitar a Donald Trump por su regreso. Nada extraño si pensamos que su dúo con Trump parece hecho a la medida del putrefacto mundo en que vivimos: uno donde dos criminales pueden alardear de estar por encima de cualquier derecho, nacional e internacional, y salirse con la suya a cualquier precio, caiga quien caiga.
Ahora bien, no se puede obviar que Trump ha sido elegido por más de setenta millones de personas, de entre las cuales un 44% han sido mujeres y un 45%, votantes hispanos. Ni su machismo declarado, como cuando afirmó en 2016 aquello de “When you’re a star, they let you do it. You can do anything… Grab them by the pussy” (“Cuando eres una estrella, ellas te dejan hacerlo. Puedes hacer de todo… Agarrarlas por el coño”), ni todas las denuncias por violación y agresiones sexuales que pesan en su contra, o su alusión a los migrantes -principalmente latinos- a los que llamó “animales”, han servido para que las cifras le den la espalda. Aunque no cabe reducir la elección de un personaje como Trump, o de los epígonos que ha ido inspirando por todo el mundo, a una única causa, ello no debe ser óbice para que las razones que hacen comprensible su triunfo o las consecuencias históricas y socioculturales que se desprenden de él nos lleven a una reflexión mayor sobre el trágico deterioro de las condiciones vitales y educativas que muestra el mundo actual. Una nueva mitología de hombres belicosos, exitosos y supuestamente fuertes se ha erigido a instancias de las variadas mutaciones del capitalismo. Son tipos que defienden la valía amoral del triunfo individual (“no es nada personal, son sólo negocios”), el carisma convertido en fake y la humillación del otro, cuando no su exterminio, como única vía de expresión para el poder absoluto sobre la vida y sobre la muerte. Que semejante estrategia dé buenos resultados a sus protagonistas no significa que no devenga tarde o temprano en una catástrofe para todos los demás, incluidos muchos de los que otrora y ahora le votaron.
La conferencia que fui a dar en Carolina versaba sobre uno de los aspectos menos destacados en la producción de ese nuevo star system: la visibilidad. En nuestros días, la visibilidad mediática ha rebasado con creces los estrechos cauces de la antigua reputación y la fama, gracias a una fusión con el capital y la tecnología que ha ido colonizando terrenos y experiencias de la vida social, como la política. Sin esa infraestructura material y, al mismo tiempo, simbólica de los medios actuales, en la que se cifra, de hecho, su único y gran poder, casos como el de Trump, entre otros, serían muy difíciles de entender. Su realidad parece vivir de esa atmósfera de irrealidad que nos envuelve y en la que las transformaciones sociales parecen el alcance de un simple lema, sea éste el “Make America great again” de Trump, o el “¡Viva la libertad, carajo!”, de su pupilo argentino Javier Milei; frases que, en realidad, no sirven para modificar nada, que no alteran ni demuestran nada, pero que, en cambio, exhiben el valor especulativo que han adquirido las consignas escandalosas, agresivas y sintéticas. Un neofuncionalismo cibernético que, como píldoras de speed mental, nos gratifica con picotazos de dopamina y nos ahorma al fast thinking de las sociedades hipermediáticas y su suicida narcosis algorítmica. Todo parece al alcance de la voluntad, mientras que la voluntad asegura estar al alcance de un simple grito de guerra para manadas lobotomizadas. Quizás las redes sociales -verdaderas portavoces del cambio mediático de nuestro tiempo y de su frenesí popular- no sean, como afirmaba el sociólogo Manuel Castells en un artículo de 2023, apoyándose en la muy útil síntesis del estado de la cuestión elaborada por Pablo Barberá, las causantes de la polarización, pero sin duda su actividad no la atenúa, pues, como también admitía Castells en ese mismo texto, sirven para amplificarla.
Pero ocurre otra cosa curiosa con esta producción de visibilidad, y es que sólo cuando sufrimos algo en nuestras carnes -uno de esos paradójicos lujos en un mundo cada vez más descorporeizado-, tomamos conciencia del abismal foso que separa la visibilidad fabricada de aquello que vemos realmente. Una ilustración de esto ha ocurrido en España en estos días, cuando tanto el presidente del Gobierno como el máximo representante de la comunidad valenciana y los Reyes acudieron a una de las zonas más afectadas por la catástrofe de la DANA y fueron recibidos con insultos, guijarros de barro y agresiones físicas por parte de una multitud indignada por la precariedad de su situación y la ineficacia estatal, pero también azuzada por grupos de extrema derecha. Algunas personas declararían que no había sido un buen momento para “hacerse la foto”. La pregunta resultaba obvia: ¿acaso no era esa misma visibilidad contenida en la metáfora de la foto la condición que desde hacía decenios daba pie a la construcción pública de la imagen personalizada de los políticos? Cuando en 2023 ocurrió en Galicia la terrible catástrofe del Prestige, la ausencia del entonces presidente del gobierno autonómico, Manuel Fraga Iribarne, que demoró varios días en llegar a la zona afectada, ¿no se interpretó como una falta de respeto a los gallegos en vez de como una respetuosa decisión de no “hacerse la foto”? Resulta preocupante nuestra falta de memoria, de reflexión y de tino, y nuestra impotencia para extraer enseñanzas de la historia, incluso de la más reciente. De ello se aprovecha la extrema derecha, pero desgraciadamente también pone en evidencia la parálisis de la izquierda.
Así, la derrota de los demócratas en las elecciones norteamericanas plantea una incómoda pregunta que desde la izquierda algunos no desean hacerse, pero que otros formulamos sin rodeos: ¿para qué sirven los grandes centros de educación superior, su fama y todas sus ideas y autores en boga? ¿Acaso han servido los prestigiosos campus de Berkeley (California) o de Penn (Pensilvania) para inclinar la balanza en favor de las ideas más democráticas? Es verdad que en Berkeley ganaron los demócratas, pero ello no deja de ser un espejismo en un país que se ha teñido mayoritariamente de rojo sangre (¿mal presagio del trumpismo republicano?). En este sentido, la batalla cultural por el derecho de las minorías, aunque necesaria, ha demostrado una vez más sus limitaciones a la hora de lograr una transformación que, si bien no sea radical, consiga al menos impedir el paso de aquellos cuyo radicalismo no es más que el disfraz de la miseria de siempre y contra los de siempre, pero intensificada. Ya va siendo hora de que nos demos a la tarea de pensar si son las minorías las que deben definir el rumbo de las mayorías o si, por el contrario, son las mayorías las que pueden asegurarles a aquéllas un porvenir de derechos y de justicia. Claro está que deben ser mayorías muy distintas a las que han ganado en Estados Unidos y en otros lugares en los últimos tiempos, pero mientras sigamos pensando que las mayorías alternativas deben construirse exclusivamente sobre la base de vindicaciones minoritarias de última hora, la derrota parece anunciada y el sufrimiento para todos los derrotados algo más que asegurado.
Treinta años después de que James Davison Hunter escribiera que “America is in the midst of a culture war” (“América está en medio de una guerra cultural”), las cosas parecen seguir girando en un círculo más fatal que vicioso. La noción de “guerra cultural”, nacida en el seno de las clases más conservadoras, interesadas por dominar ideológicamente amplios sectores de la población, fue finalmente asumida por una parte de la izquierda, obsesionada desde entonces por la “lucha por el relato” y por librar la batalla en el terreno de lo simbólico. En parte, tuvieron razón al aceptar el desafío, dada la importancia ineludible que presentan los símbolos y metáforas en toda vida social y cultural humana; pero, por otra parte, parecen haber errado drásticamente en la manera de plantear la confrontación. Tres decenios después de tanto debate y combate, la elección de Donald Trump celebra un nuevo triunfo de la barbarie y la estafa moral, pero también deja ver los errores de una izquierda que se debilita a fuer de la obstinación y soberbia de su intelligentsia. Su obsesión por la batalla cultural no ha hecho otra cosa en este tiempo que enquistarse en un acoplamiento iluso a las nuevas estructuras de mediatización social y a su visibilidad sin cuerpo ni sentidos, y está llevando al pensamiento social más humanista al mismo acelerado y delirante flujo cognitivo, al mismo mercado de mensajes en liza, tan cuantioso como pobre, con el que la extrema derecha festeja hoy un nuevo aquelarre de criminales. A ello se suma que esta versión cibernética de batalla cultural progresista, para la que hoy es más importante Elon Musk que Adorno, Marcuse o Susan Sontag, está atrofiando nuestra capacidad para separar el grano de la paja, la cultura de la burda ideología.
Mi breve paso por Carolina del Norte pocos días antes de las selecciones me permitió hablar de mi investigación sobre visibilidad a unos pocos estudiantes. Uno de sus profesores me decía que la mayoría de ellos no saldrían nunca de Estados Unidos y que lo único que les interesaba era lo que sucedía en el país, incluso cuando muchos eran ya un proyecto de parias futuros para el lugar donde habían nacido, pero cuyas clases más conservadoras y ultraliberales (la de tipos como Trump) no dejaría de verlos como estadounidenses de segunda, descendientes de hispanos, africanos o nativos americanos, algo similar a lo que sucedía en otros lugares, como la Francia de Le Pen o la España de Vox. Por edades, el 42% de los jóvenes de 19 a 29 años habían elegido a Trump como líder del país, lo que suponía un aumento de seis puntos con respecto al 2020. Mientras hablaba de la fabricación de lo visible, lo único que veía en el auditorio era a un grupo de jóvenes dispersos, silenciosos y desganados, que asistían a una conferencia por pasar el rato o por ganar algunos créditos necesarios, pero cuya atención a las pantallas y a la vida en diferido (de eso trata la visibilidad) no les permitía ver demasiado bien lo que se estaba jugando por detrás de lo visible: su propia e invisible impotencia social. Un futuro sin ellos.
Ilustración portada: Reco