“Bueno, las palabras no dejan moretones. Al menos, no en la piel. Me di la vuelta y me alejé del tipo, del galán, de los taladros.”
Nektli Rojas
—¿Te fijaste lo que pasó?, dije yo en cuanto cerré la puerta derecha del carro.
—¿Qué pasó?, respondió el galán delón, un profesor jubilado de la universidad.
En mí se disparó una pequeña lanza, empapada con un veneno bífido. ¡Dónde estaba esa solidaridad que una espera? Al mismo tiempo, ¡qué bueno que no se percató! Una humillación más de la que me pude haber salvado si hubiera callado.
De niña, siempre fui tom boy. No porque anduviera a las carreras en el cerro, trepándome a los árboles (mi rancho está cubierto de cemento y, cuando yo nací, era la ciudad más grande del mundo). Tom boy porque me gustaba desbaratar lo que caía en mis manos, aunque nunca pudiera volver a armarlo, y porque me identificaba mucho más con Peter Parker que con La Mujer Maravilla, porque tenía un carrito de pedales para ser como Meteoro, un arco con flechas, y estaba destinada a convertirme en Bleach, el shinigami.
De este modo, cuando crecí y pude pagar mi propia vida, logré llenar un baúl con juguetes de adulte: sierra caladora, taladros, niveles, dremel, lijadora, sacabocados y demás. Pocas cosas me han resultado más útiles en la vida. Armar clósets, poner repisas, construir un escritorio o una alacena, hacerle comederos a los gatos… pequeños momentos llenos de felicidad y beneficio doméstico.
De los mejores regalos que se le pueden hacer a una persona es un taladro, aunque no sea de marca. Sufrí cuando mi hija abandonó el que le había dado en casa de un galán que pasó a ser un ex. Uno de los mejores días de mi vida fue cuando descubrí que los taladros tenían velocidades. ¡Felicidad! ¡Podía sustituir el desarmador de matraca por el taladro con punta para atornillar! Poco a poco fui pasando de las pijas a los tornillos de tablarroca. Proyecto a proyecto, fui probando diferentes posibilidades.
—¿Pero sí te diste cuenta de cómo me trató el vendedor?, dije.
—¿Cómo?, respondió volviendo a contestar con una pregunta que me dejaba fuera de foco. Siempre traía anteojos oscuros de marca cara, pero que, por lo visto, no tenían lentes morados.
Había mandado construir una casa en un fraccionamiento y pretendía hacer algunos arreglos, por lo que necesitaba un taladro. “Acompáñame a Home Depot a comprar uno”. Como para mí la depresión se cura en los pasillos de esa tienda, entre las brocas para madera y las armellas decorativas, brinqué al asiento del copiloto.
“¿Cuál me convendrá?”, preguntó. Adoro los inalámbricos, respondí, y te servirían porque no tienes luz; pero, cuando las pilas se gastan, te sale casi igual comprar un taladro nuevo que reponerlas. Y los Bosch son más aguantadores, de uso pesado, pero más caros. Para ti, lo mejor es uno de uso doméstico, con cable, al fin que tienes el generador.
Detrás, al lado, alrededor de nosotrxs, el vendedor de mandil anaranjado nos miraba con la oreja parada y chispas en los ojos rasgados. “¿Y éste?”, dijo el galán tomando uno. “Sí, es bueno. ¡Y tiene control de velocidad!”, dije babeando como ante un cup cake vegano.
El empleado, ya sin poder aguantar, hizo su aparición como djin que sale de una lámpara mágica, girando y echando humo. Le arrebató el taladro de las manos al galán. Como era más alto que él, sus gritos cayeron desde el cielo hasta mis orejas: “¡Ésa no es la velocidad: ése es el torque! ¡Usted no sabe la diferencia!”, me escupió. Gracias a Dios, fue antes del 2020. El hombre moreno oscuro estaba morado de ira. Su cabello era fuego negro por encima de su cabeza. Tomó el taladro y lo puso en su sitio con un gesto brusco, mientras sus ojos me miraban y las venas que los atravesaban se ponían más rojas.
Mi hipervigilancia empezó a susurrar en la oreja: trabajador de la construcción, albañil, cerca de los cincuenta, probablemente alcohólico, le dieron la chamba de chiripa, casi le ganan los muchachos morenos claros y las chicas que tienen mejores maneras y presencia. Matriz de opresiones al instante. En mi garganta se quedó mi respuesta: “¡Y usted por qué me grita, si aquí la clienta soy yo!”
Me puse roja. Por la discriminación pública, por el odio que le provoqué al ser yo la que aconsejaba al macho y no el varón de la especie el que le decía qué comprar a la vieja pendeja. A tragar sapos. Bajé los ojos, me llené de ira, tuve miedo a su violencia. Pensé en hablar con el gerente. ¿Cuánto le pagan al mes, tendrá familia, podrá conseguir otro trabajo si lo corren, tengo derecho a reclamarle desde mi situación de privilegio, así trata a todas las mujeres o es porque sigo siendo tom boy con licenciatura?
Quise preguntarle todas estas cosas, pero una brecha marca Acme nos separaba, manifestada en su ira de macho ofendido por los tiempos, válgame Dios, ya no hay valores: ahora cualquier vieja quiere mandar al marido. No, señor, quise aclararle en la conversación imposible, ése no es mi marido: ya tuve uno y no lo vuelvo a hacer. Nótese que me habló de usted. Una distancia entre mi calidad de posible esposa, mi piel morena clara y la suya, oscura, parte de lo que nos enfrentaba. La blanquitud, la clase, el lugar de origen, el falaz dimorfismo sexual, la arena movediza de los privilegios, el rango de opciones. Bueno, yo tampoco tengo muchas, quería decirle. Traguito de sapo.
Me calmé: no iba a ser capaz de golpearme, pues yo iba acompañada por un hombre blanco, de ojo claro y con dos tarjetas de crédito. Bueno, las palabras no dejan moretones. Al menos, no en la piel. Me di la vuelta y me alejé del tipo, del galán, de los taladros. A veces, el silencio es un mecanismo de defensa que impide más violencia; pero cuesta muy caro. Te come un trozo de dignidad, te enseña que no tienes derecho a estar en el mundo siendo quien eres, sin que te juzguen por el pelo corto, la forma de pensar, de actuar, las capacidades e incapacidades. El silencio duele, aísla, corroe, enferma. A veces, el silencio es una tumba.
—Ah, qué bueno que no le hayas dicho nada, me dijo. Yo tampoco lo hubiera hecho. Eso fue todo. Siguió hablando de algo más pertinente: sus vivencias, las del Hombre. Otro traguito de sapo.
Ilustración portada: Pity