“-Oiga, a usté le va bien. Tiene de dónde conseguir dinero, tiene familia. Seguro que necesita quien lo ayude. ¿Cuánto me da por la niña?”
Nektli Rojas
Narrando el Género
-¿Cuánto me cobra a la Central?
Es pasada la hora de comer. Hay mucha gente. El centro nunca se queda vacío ni de día ni de noche –que es cuando se llena de fantasmas tímidos, pero ésa es otra historia. Sobre Vasco de Quiroga, enfrente del Templo de San Francisco, un señor de mediana edad, con las arrugas muy marcadas en una piel donde el sol ha hecho de las suyas, a pesar del sombrero calentano, se sube a un taxi con una niña, su hija. Ha esperado varios antes de hacerle la parada a éste.
Lxs morelianxs son así: platicadores. En Morelia es posible, como le pasó a Leona, que estés esperando la combi en el centro entrada la noche y alguien se te acerque a preguntarte dónde compraste tu chamarra. O bien, que pagues el monto del estacionamiento y acabes hablando de cepillos para limpieza facial sin saber cómo llegaste al tema. Los taxistas dominan especialmente los matices de la conversación trivial que puede, en un giro de volante, transmutar.
Sentado en el asiento delantero, el pasajero, protegido por su sombrero desgastado, echa una mirada intensa al chofer. Más o menos joven, parece un hombre bueno, pero no del todo. Un hombre más o menos normal, más o menos de su edad. Su camisa, sus zapatos, su pantalón están en buen estado y contrastan con los del pasajero.
-Así que ya se regresa a su pueblo, dice el chofer.
El taxi escupe entre toses su rugido de motor. La tela de los asientos, la del techo no serían capaces de soltar sus manchas ni frente al limpiador más abrasivo. Hay un ligero olor a mugre, a polvo que se ha solidificado en algunas esquinas de las agarraderas, en los pequeños huecos en donde la franela no llega.
-Sí, señor. Ya me tengo que volver pa’allá, pa’l rancho. ¿Usté siempre ha vivido en la Ciudad, señor?
-¿Aquí, en Morelia? No, yo también vengo de fueras. Pero ya hace más de veinte años que llegué para acá. Ya es como si fuera de aquí.
-Bien bonita que es Morelia, verdá?
-Sí. Cómo no.
-¡Y harta gente que hay!
En el asiento de atrás, la niña mira por la ventana la avenida llena de estudiantes, de turistas. No le hacen ninguna ilusión; antes, al contrario, los considera extraños, peligrosos. Parece que se fuera a echar a llorar. Junta sus manos sobre el regazo, encima del vestido lavado y vuelto a lavar. Lleva calcetines con encaje, sucios, y unos zapatos de charol ajados. Allá en el rancho no hay calles, sólo caminos de tierra y piedras, que se enlodan con las lluvias y que, si no les tienes familiaridad, te hacen tropezar. Tampoco hay escuela. Luego la avenida se va haciendo más ancha, pero no necesariamente más amable.
-Se ve que usté tiene un buen trabajo, dice Padre haciendo alegre la voz a propósito.
-¡Uy, no se vaya a creer! El taxi no es mío. Ojalá que lo fuera. Así no se gana tanto porque hay que darle al dueño la cuenta. Y a tiempo. Hay veces que no salen las cuentas.
-Pero lo puede agarrar al carro cada que haya necesidá. Se trepa y a hacer dinero.
-Sí. Eso sí. Pero los gastos son muchos… y la competencia está fuerte. Ya no es como antes, dice pensando en las nuevas aplicaciones.
Allá en el rancho las sombras parecían decirle a Hija: quédate, quédate. Pero Padre gritó Ya me voy y la jaló del brazo. –No quiero ir, le dijo Hija a Madre, que no le contestó y se quedó inmóvil con la cara hinchada, mirando los pasos que Padre y ella iban dejando vacíos. Era temprano. El sol salía como si nada, los animales chirriaban como de costumbre. Pero las sombras se habían alborotado.
-¿Y usté tiene familia o vive solo?
-No, tengo a mi mujer y a mis hijos. Son más chicos que la suya. ¿Cuántos años tiene?
-Ya está mayorcita. Ya sabe guisar y encargarse de las cosas de la casa.
El carro va muy rápido, piensa Hija. Más veloces son las palabras de Padre. Ahí están las sombras, ahora saliendo de su boca. Padre no tiene ninguna expresión en el rostro, pero se fabrica una y se la coloca antes de empezar. Es una máscara de ruego y adulación, una cara ladina con un tono de urgencia. El gesto de los sobrevivientes.
-Oiga, a usté le va bien. Tiene de dónde conseguir dinero, tiene familia. Seguro que necesita quien lo ayude. ¿Cuánto me da por la niña?
-¿Cómo dice?
-Allá en su casa de usté somos muchos. Desgraciadamente, tengo cuatro hijas, además de los muchachos. No da para mantenerlas. Mi señora está enferma… ¿Cuánto puede darme por ésta? Le puede servir de ayuda. No come mucho, casi no da lata, se va a poner fuerte. Es calladita y obediente, mírela usté mismo.
–No señor, ¿cómo cree? Yo no puedo hacer eso. ¿Cómo la voy a mantener, en dónde la meto? Además, a la gente no se la puede andar vendiendo así como así…
–¿Por qué no si es m’hija? No lo hago por maldá, sino para darle a ella una mejor vida. Usté se ve buena gente. Bueno, mire, para que vea, no se la vendo: se la regalo. Llévesela nomás y hágase cargo de ella.
El taxista no puede decir derechos humanos, no se aparecen en su cabeza los conceptos de trata, esclavitud o institutos de mujeres. Tampoco se le ocurre hablar con ningún policía. ¡En qué lío se puede meter! Y, de alguna manera, no le parece que haya crimen en las palabras que escucha. Más bien le entra una especie de miedo. Los ojos se le salen, sólo piensa en cómo salir de la situación y en acelerar para llegar lo más pronto a la Central. No quiere discutir. Capaz que el tipo no le paga. Hay unos momentos de silencio. Acelera en la Décima para agarrar la curva que lo guiará al libramiento.
Arranca después del alto de enfrente de la gasolinería que está antes de la Central. Rebasa a un pesero ruta gris y da vuelta a la derecha dos veces antes de detenerse para que el pasaje descienda. Un policía le hace seña de que se apresure. Le indica dónde puede estacionarse. El pasajero se baja y deja la puerta de atrás cerrada. Desde afuera, coloca ambas manos en el hueco de la ventanilla abierta y agacha la cabeza.
–¿Entonces qué? ¿Se la deja? Ya no le piense tanto, le va a salir buena. ¿No? ¿No la quiere? Ya sé que no es muy bonita, pero se va a ir componiendo. Ándele, no sea malito, hágame ese favor.
El taxi se aleja rápidamente. Padre e Hija quedan de pie frente a una de las entradas de la terminal. Hija mira cómo se va yendo el carro hasta que Padre la jala de la mano. Se dirigen a la otra entrada, donde salen los ETN. Ahí hay hombres de dinero, piensa Padre. Las sombras caminan detrás de ellos.
Ilustración portada: Luna Monreal