“El infierno aparece incluso en un rayo de sol, o en medio de los objetos más hermosos o más cotidianos.”
Nektli Rojas
Narrando el Género
Para Gina, para que no olvidemos.
A veces me siento en las sillas desvencijadas de los escritorios y finjo que doy clases. Me pongo a decir lo que pasa por mi mente. Anoche salieron a pasear las cucarachas. Desde que llegué aquí, hay infestación. Ayer mismo, en pleno día, salió una de la parte trasera de un pizarrón, que causó gritos reprimidos en algunas personas. No supe si reírme o llorar.
Salen por las coladeras, sucias, contaminadas, como mis recuerdos. Se esparcen por todos lados, libres, inhumanas… como nosotros. No sé si somos o no humanos. Yo no estudié filosofía para llegar a una conclusión más o menos cercana a la verdad. O que, al menos, lo parezca.
Yo estudié, primero, la normal. Pero entonces era muy joven: lo hacía con gusto. Me entusiasmaba pensar que iba a convertirme en una maestra, que iba a tener a cargo un grupo de chiquillos a los que enseñaría a leer, a escribir, a hacer sumas y restas. Ahora no sé por qué me hacía emoción. Tal vez porque pensaba que estaba hecha para eso, para ser una especie de madre postiza de muchas criaturas.
Pero luego tuve a mi hija, casi enseguida de que empecé a estudiar. Entonces todo se hizo mucho más pesado. Y la culpa encima de mí, siempre: una nube negra que rondaba mis pensamientos, que entorpecía mis acciones. Porque, entonces, tiene una que pensar primero en la hija. No puedes divertirte con los amigos, no puedes ni salir a tomar un cafecito sin que la culpa se apersone. Ya la dejas tantas horas sola para ir a estudiar, para ir a trabajar. Pero la vida se impone.
La verdad, no sé cómo acabé aquí, entre estos muros barnizados con desgracias. Hay unas cuantas personas quemadas. Ignoro si llegaron por casualidad, atraídas por el aire fúnebre de la piedra, por la construcción magnética de edificio colonial, o si aquí los consumió el fuego. Es imposible ver sus rostros: son demasiado viejos, los han perdido, ya por las heridas, ya por la inercia. Sus trajes, de otras épocas, son jirones que han perdido el color. Hay un extranjero que sale de un salón y recorre los patios sin saber dónde detenerse. Abre las puertas, se pasea entre las bancas. A veces he escuchado sus lecciones incoherentes, que desacomodan las madrugadas.
Hay un par de niños que se dejan ver con bastante facilidad, incluso por la gente normal. Son falsos niños, niños oscuros, satánicos, de ojos que el dolor ha transformado en cavernas. Pero no se comparan con los infantes. Ésos lloran y gimen desde abajo del cemento en el patio de hasta atrás. Es insoportable escuchar sus reclamos sin palabras, de animales enterrados vivos.
No son todos. Hay muchas sombras que se recargan en las columnas de cantera, que se frotan contra las piedras y los umbrales de las puertas, que vuelan pegados a las vigas de los techos o que, incluso, caminan sobre ellas, las cabezas apuntando a los mosaicos anaranjados del suelo. Nadie habla con nadie. Todo son miradas sin ojos en donde se adivina la desconfianza.
Quería tener una carrera profesional, es cierto. Quería saber y ser competitiva. La niña ya no era una bebé y podía entender. Mi madre podía seguir cuidándola otros cuatro años, mientras yo me dedicaba a trabajar y estudiar.
¿Cómo fue que no desconfíe ni tantito? Bien podría ser esto el infierno, si no fuera por las personas tibias, habitantes de los espacios diurnos y la primera parte de la noche. Yo creo que el infierno ocurrió esa noche, ese día. El infierno aparece incluso en un rayo de sol, o en medio de los objetos más hermosos o más cotidianos.
Por ejemplo, el cuchillo que traía era de lo más común. Lo pudo haber tomado de la cocina de su madre o algo así. Lo llevaba desde que entró a la habitación, quizá desde que mandó los mensajes por chat para que nos encontráramos donde siempre, a la hora de costumbre.
Frecuentemente, empujo la puerta del auditorio, me coloco enfrente de la pared principal, o detrás del podium de madera y empiezo con mi voz de maestra de primaria, como con cariño:
Yo soy Georgina Beltrán Cervantes, matrícula once setenta y seis setecientos veintidós, equis. Estuve aquí, en la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas. Cursé cuatro semestres. Antes de entrar al quinto, me asesinaron. No. Me asesinó él. Conozco su nombre. Mi madre conocía su nombre.
Mis compañeros, mis compañeras, mis profesores, me vieron ese mismo viernes en la mañana. Iba a una optativa y a arreglar algunas cuestiones de una materia que debía. Por allá, por la puerta principal, fui vista salir. Me despedía de mi gente. Estaba contenta.
Había logrado terminar con ese amor. Después de mucho tiempo de estar con él, romper y regresar, por fin lo había soltado. Me había llamado para despedirnos. Una última vez y luego adiós para siempre, dijo. Me pareció de lo más romántico.
En el hotel de paso, hubo vino, caricias, besos. Al principio. Después hubo golpes, olor a sangre en el aire. La penetración de dos cuchillos. Tal vez ni siquiera grité. Fue todo tan rápido… Desde la primera o segunda puñalada quedé inmóvil sobre el colchón, tiñendo la sábana de rojo. No era necesario que volviera a encajarme el cuchillo por aquí y por aquí y por aquí. No era necesario que me cortara el rostro, que trazara carreteras de sangre sobre mis pechos, sobre mis brazos, mis muslos. Mi carne morena recibió su odio. Yo permanecí con los ojos abiertos, fijos. Él golpeaba y rasgaba. Se tomó su tiempo.
Cuando por fin su rabia le dio tregua, envolvió mi cuerpo en las cobijas y lo arrastró hasta la cochera cubierta con una cortina para mayor discreción. Me echó a la cajuela. Condujo hacia el poniente. Cuando pasó el libramiento, siguió otro poco hasta encontrar la carretera a San Juanito Itzícuaro, y giró a la izquierda. Entonces por ahí había canales. Me arrojó dentro de uno. Yo siempre fui grande, alta; pero el odio le dio fuerzas. Por allí se han encontrado muchos cuerpos de mujeres como yo, asesinadas. Lo tenía pensado. Me dejó ahí, oscura, abierta, desvestida. Me quedé paralizada en el tiempo, mirándome a mí misma para siempre.
Para cuando las autoridades lo buscaron, él ya se había ido. Nunca más regresó. No hubo castigo. Mi hija crece sin madre ni padre, educada por los abuelos. Es mi culpa. Ése es otro tormento. ¿Por qué acepté verlo? ¿Cómo fue que logró odiarme tanto? Antes de esa noche, de esa madrugada, estaba orgullosa de mí misma. Porque estaba avanzando en la carrera, porque mi hija era hermosa.
Cuando llego a este momento, me callo. Ya no puedo seguir. Empiezo a aullar en plena competencia con los llantos de los niños enterrados. Pero ya estamos condenados a silencio. Ni don Javier, el velador, nos escucha. Sólo le llegan unos murmullos apagados que ha aprendido a ignorar, como lo hace con las travesuras de los falsos niños, los pasos de los profesores muertos, el olor a quemado de los antiguos habitantes.
Así es como me voy volviendo olvido.
Ilustración portada: Pity

1 comentarios
El infierno del odio hacia nosotras es cotidiano. Gracias Nektli, por narrar, por documentar lo lejos que aún estamos de ser consideradas vidas que cuentan.