“¿Por qué la vida tenía que seguir como si nada hubiera pasado, como si Vane no importara?”
Nektli Rojas
Narrando el Género
“La libertad es una guerra.”
Salman Rushdie
La pesadilla era distinta cada noche. Cambiaban el rostro y el cuerpo de los hombres, las circunstancias (un edificio, una casa de seguridad, una casucha en el campo), la edad de Vane. Pero permanecía la angustia que siempre despertaba a Laura, el hueco incontenible que, desde el estómago, la desbarataba toda. El llanto, invariablemente, le quemaba los ojos, le desfiguraba el rostro. Luego, no podía volver a dormirse: las imágenes le envenenaban la madrugada. Tenía miedo de regresar al mismo sueño, a la misma historia de donde acababa de escapar. O comenzar de nuevo con otra visión.
En uno de los escenarios posibles, veía a Vane, su hija, con diez años (que eran los que tenía en el momento en que había desaparecido), la cara sin color, descuajaringada en una cama llena de sangre, el pelo oscuro revuelto, la boca semiabierta, los ojos cerrados. Una sábana cubría su torso. A su alrededor, varios hombres revoloteaban con cajas en donde habían colocado los órganos que le habían robado. La siguiente noche, el siguiente momento, podía estar años adelante, en una casa llena de mugre, drogas, hombres que depredaban de mil maneras obscenas a unas cuantas jovencitas. Entre ellas estaba Vane, golpeada, adolorida, sometida a la bestialidad. A veces adulta; otras, niña.
O bien, se le aparecían los rostros, distorsionados por el tiempo y la angustia, de las personas de la fiscalía. Las pesadillas tomadas de la realidad, en las que rostros, ya indiferentes, ya repletos de odio, le informaban que habían pasado muchas horas… las estadísticas decían que a las tantas, ya se podía pensar lo peor. La gente que la apoyó, o las bocas que le gritaron y la regañaron, culpándola. No era necesario. Sí, Laura sabía que era culpable. Porque todas las madres lo son cuando les pasan cosas terribles a sus hijas, desde caídas que terminan en el hospital, hasta malos matrimonios y secuestros.
Pero ella no era la única. También era culpable el hombre que se la había llevado, la multitud que no hizo nada para ayudarla, los hombres a quienes estaba destinada, las autoridades incapaces de hallarla (ni viva ni muerta), la pobreza que no le había permitido dar el dinero que le pedían por seguir con la investigación. Y la abuela, claro. La abuela de cuya mano fue separada Vane.
Lupe también tenía culpa. Mucha. Había permitido que se la arrebataran. Era como si ella misma la hubiera asesinado, era la causa de la tortura, del odio, de ese océano de desesperación. Lupe había prometido cuidarla. Solas eran las tres. Maridos nunca hubo. Por eso, Vane pasaba mucho tiempo con Lupe. Laura trabajaba en casas para mantenerlas a todas. ¿Por qué no la había dejado? ¿Por qué se la había llevado con ella al mercado?
Laura había llorado, gritado, amenazado, había querido morirse. De nada había servido. Seguía viva, las pesadillas continuaban. Era ella quien estaba presa. Entonces, sin realmente proponérselo, como para apaciguarse, para poder liberarse de tanto horror, elaboraba un plan. Al principio, apenas un pensamiento de consuelo, que es el origen de toda venganza. Justicia, la llamaba Laura en esas horas oscuras. ¿Por qué la vida tenía que seguir como si nada hubiera pasado, como si Vane no importara? Ya debe de estar muerta, decían todos. Ojalá que sí; ojalá que no, pensaba Laura. Vane estaba cautiva en las pesadillas. Mientras, la abuela seguía adelante, achacosa, enferma, pero viva. Un castigo más. Laura la cuidaba, la llevaba al doctor, le hacía de comer, le alcanzaba las cosas que necesitaba, la acompañaba al baño varias veces durante la noche, le lavaba la ropa, hacía el cuarto, la cama. Como si se hubiera robado la vida de Vane y ahora ella fuera la hija. ¿Y Vane? Tendida en otras camas, en la tierra misma, recostada en una ausencia repleta de atrocidades.
Laura se decidió en cuanto los doctores de la clínica municipal dijeron que había que internar a Lupe. Se fueron a Morelia porque el estado avanzado del tumor necesitaba operación. Sí, perfecto. La edad de Lupe no la ayudaba. Cuando por fin llegaron al Hospital de Zona, allá, hacia Atapaneo, Laura estaba preparada. Había lidiado con peores personas, que no habían ayudado para nada. Nadie había sido castigado, nunca se había sabido el destino de Vane. A esas alturas, ni le importaba dejarlo todo, ni mentir descaradamente a quien fuera necesario.
Cuando por fin metieron a Lupe al quirófano, Laura sonrió. Las enfermeras le indicaron que la esperase y aprovechara para irse a comer algo. Gracias, pensó Laura. Entonces, salió caminando del enorme hospital, no se detuvo en los puestos de comida rápida que esparcían sus olores grasosos bajo la luz del sol. Su cuerpo se dirigió como bajo un encanto hasta el arroyo seco de la calle, abordó un microbús sin fijarse siquiera en la ruta escrita en el parabrisas. No había nada adelante ni detrás de ella. Sólo ese seguir para buscar, de alguna manera, un poco de libertad.
Lupe no duró ni un año después de eso. La Fiscalía no pudo hacer mucho para encontrar a los familiares. Acabó en el DIF. “Nunca pudo perdonármelo”, le dijo Lupe en alguna ocasión a una de las enfermeras que la tuvieron a cargo. Laura sigue en guerra; las pesadillas continúan. Pero, antes de entrar a la inevitable realidad de la vigilia, la consuela pensar un momento en el destino de Lupe.
Ilustración portada: Luna Monreal
