“Ella no quería ninguna reunión. Tenía miedo de salir de su casa, le daba horror recibir a tanta gente en un espacio tan pequeño”
Nektli Rojas
Narrando el Género
Para las miles de personas que mató el covid.
Navidad. Y pandemia. La gente continuaba muriéndose a causa del virus o debido a la estupidez propia de no creer que existía y, en consecuencia, no vacunarse, no usar cubrebocas, andar propagando la idea de que se trataba de una estrategia para inocular a la gente con un chip de control mental, y demás singularidades.
En la familia no pasaba eso. Todxs lxs integrantes de más de treinta años tenían estudios de posgrado, cosa que lxs había llevado a las distintas colas en donde se aplicaban las primeras vacunas. Cuestiones como comorbilidad o síndrome de la cabaña no les eran ajenas. Pero era navidad.
No que realmente creyeran media palabra del nacimiento del Redentor, del Rey de reyes o cosas de ese calibre. Sin embargo, las tradiciones son las tradiciones. Había que reunirse, compartir los alimentos, intercambiar regalos, la mayoría de los cuales resultaban completamente inútiles. En ese sentido, estaban conscientes de que la compra de cuanto cachivache era un fenómeno de marketing para que las empresas, nacionales e internacionales, obtuvieran pingües ganancias. Pero era navidad.
Además, por otra parte, había que oponer resistencia a todas las tragedias que se estaban sucediendo. Muertes por el covid, gente que había padecido coágulos mortales debido a la vacuna; una miríada de huérfanos que nadie había ni siquiera contado para que no ahondaran la depresión de fin de año; desenlaces terribles por culpa de muchas tiroides que, de improviso, habían incrementado en más del 50 por ciento sus enfermedades. El estrés, dijeron lxs endocrinólogxs. Así fue como se murió una vecina. Pero era navidad.
Reunirse a festejarla a pesar de los pesares era la consigna, que debía provenir desde la afirmación de la vida, con la intención de mostrar que siempre iba a ser más poderosa que la muerte. Ella no quería ninguna reunión. Tenía miedo de salir de su casa, le daba horror recibir a tanta gente en un espacio tan pequeño. Era una casa de interés social en una colonia sin posibilidades de ser calificada como decente. Sin embargo, el desaforado crecimiento de la ciudad, la había dejado “bien ubicada”, rodeada de tienditas. Las Similares le había proporcionado doctores al barrio. La esposa y la madre del único que quedaba en esos días, también habían sucumbido al virus.
Las vacunas no evitaban que se contrajera la enfermedad, sólo le quitaban el componente mortal, a menos que hubiera comorbilidades o mala suerte. Además, Jessica, que vivía a unos cuantos metros de su casa, había sido asesinada. Le parecía una grosería llevar a cabo celebraciones navideñas en esas condiciones. Pensó en las putas, quienes, tenían que seguir dando servicio sin importar las consecuencias. Era inhumano. Pero…
No quedaba más que apechugar. Recicló un lienzo de MDF para que sirviera como mesa. Recuperó unas estructuras de hierro que habían servido como soportes de peceras años atrás (como mil, más o menos, que era lo que separaba el tiempo de la normalidad del de la pandemia), para que sirvieran como patas. Adaptó como mantel unas telas compradas para hacer cortinas. Compró por internet, en Home Depot, sillas plegables. Era mucho gasto, pero sólo así había logrado que la familia aceptara cenar en la cochera, en un espacio abierto.
La angustiaba enormemente que alguien, en plena celebración, se acabara enfermando. “Si te llevan al hospital, ya no sales nunca”, decía la conseja popular. Mientras buscaba dónde conseguir flores sin salir de casa, recordó que no hubo velorio para el padre de su amiga: hospital, tubos, defunción… Una vez muerto, les entregaron las cenizas en una urna. No olvidar pedir latitas de alcohol para luchar contra el frío que seguramente iba a hacer.
Los hombres de la familia decidieron que, para que las mujeres no trabajaran tanto, se iba a comprar comida hecha. De todos modos, ella tuvo que cocinar algunas cosas especiales para quienes no podían o querían comer lo encargado. Algo sencillo, algo rápido. Hacer pasta, hacer aguas frescas, tener los materiales para el café o el té.
No era joven. Los tiempos de encierro y muerte habían afectado su cuerpo, de modo que le costaba trabajo desplazarse. Sin embargo, había puesto, literalmente, la mesa y había barrido y limpiado la cochera de cemento para recibir a los invitados. Había colocado un arbolito en la ventana para que, al menos, se asomara hacia afuera y les causara a los presentes alegría navideña. Le hizo sitio a una bocina portátil al lado de una maceta, para que la música no faltara.
La gente llegó. Las voces se mezclaron. Y las salivas. Nadie tenía cubrebocas. Para eso estaban afuera, para que nada estorbara su respiración. Las voces construyeron dinámicas impresionantes en crescendi dignos de cantantes de ópera. Los platos se llenaron y se vaciaron y se volvieron a llenar (nada de platos de plástico, habían decidido los ecologistas). Ella tenía que lavar rápidamente algunos, porque no alcanzaban. Hizo el recorrido de la cocina a la cochera tantas veces que olvidó una vez más la razón del festejo. Todo se reducía a llevar las cosas necesarias para que la gente comiera. Botellas, vasos, cubiertos, servilletas, que el aire volaba. Había que ofrecer café o té o más refresco o agüita o un poco de vino o un traguito de mezcal. Mientras ponía la cafetera, se le venían a la cabeza las cifras de muertos y enfermos, los altísimos porcentajes de ocupación hospitalaria. Tenía ganas de ponerse a llorar, pero llevaba cucharitas y azúcar a la mesa. Las servilletas seguían volándose porque la gente olvidaba ponerles peso encima.
Horas más tarde, se metería a la cama con los ojos secos –congelados por el frío las lágrimas, el músculo, la piel–, después de lavar montones de platos; de barrer incontables servilletas del piso, pequeñas sábanas mortuorias arrugadas; después de cerrar sillas y quitar el MDF que, tenía que confesarlo, se había portado de maravilla. A pesar de eso, ella lo hubiera quemado alegremente.
Y todavía faltaba la cena de año nuevo.
Ilustración portada: Luna Monreal
