“Cuanto terminé la preparatoria, mi padre me pedía que me quedara a trabajar en Zacapu pero insistí en venir a Morelia a estudiar…”
Sofía Blanco
Siemprevivas
En agosto iniciaron las clases en las universidades públicas y privadas en Morelia y se hace notar la presencia estudiantil en las combis, el mercado, en el centro de la ciudad, afuera de C.U. o en las facultades de Salud junto al bosque Cuauhtémoc. Este año iniciaron algunxs sobrinxs su primer año universitario y fue inspirador ver la emoción con la que llegaron a su primera semana de cases, comenzar a viajar a Morelia y dejar el terruño para seguir el sueño de tener una licenciatura.
Me recordaron mi primer año viviendo en esta ciudad, de dejar la casa familiar para llegar a vivir en Morelia, de estar curiosa por quienes iban a ser mis compañerxs de clase. Había entrado a la carrera de Ingeniería en Sistemas en el Tecnológico de Morelia y casi todxs mis compañerxs veníamos de otros municipios o estados del país: Quiroga, Puruándiro, La Huacana, Tepalcatepec, Taretan, por mencionar algunos.
Rentábamos cuartos o vivíamos con familiares que ya radicaban en Morelia. Lo cual no ha cambiado mucho y algo que no se tiene en el Tec de Morelia pero que si tiene la Universidad Michoacana y me parece grandioso -a pesar de la criminalización y xenofobía- son las casas de estudiantes, donde muchxs encuentran un lugar no sólo donde vivir sino también apoyos económicos para la comida y los útiles escolares que hacen sostenibles los años de estudio.
Cuanto terminé la preparatoria, mi padre me pedía que me quedara a trabajar en Zacapu pero insistí en venir a Morelia a estudiar y le recordé además una frase que me repetía desde la secundaria: “La única herencia que tendrás son tus estudios”. No quería perderme la oportunidad de tener la experiencia de vivir en una ciudad, de conocer a otras personas, de hacer amigxs y sentir el reto de estar viajando para estudiar. Llegar a Morelia para muchas mujeres es y sigue siendo un gran reto, algunas se/nos enfrentamos a criticas machistas sobre porqué una mujer debe estudiar, que si tenemos novio, que qué hacemos, que si “fracasamos” -entiéndase embarazarse-, a lo que cada una respondemos de distinta manera, sabiendo que al menos en Morelia no tenemos a esa gente cerca ¡jajaja!
Tener nuevas responsabilidades como ahorrar para que alcance la semana para todos los gastos, hacernos nuestra comida o traer algo de nuestras casas para economizar, de no perdernos en las rutas porque se siente enorme la ciudad y que todo queda lejos. Extrañar el sabor del terruño, así que nos traemos unas tortillas o alguna otra comida de nuestras casas porque el sabor nomás no lo encontramos en lo que comemos acá. Y amigxs, no lo vamos a encontrar porque ese sabor va acompañado de otros sentires que afloran cuando estamos en el terruño y que cuando migramos estará presente todo el tiempo.
Hace tiempo escuché en una conferencia académica el concepto de aculturación y el expositor la definía como un proceso en el que una persona deja su cultura, sus prácticas cotidianas de donde es, ir dejando lo que es para integrarse a una cultura nueva, a un nuevo lugar. Tal vez lo estoy simplificando pero ese concepto me molestó, en ese momento no supe exactamente porqué me molestaba pues veía que mis amigas y yo efectivamente, íbamos cambiando y dejábamos ciertas costumbres o prácticas de nuestros pueblos, de vestir de otras maneras, de hablar poco de donde somos, de nuestras familias, para ser más de aquí que de allá.
Ahora creo saber el por qué de mi molestia, en ese concepto no se habla del racismo y clasismo que se vive cuando migramos de los pueblos a la ciudad, de las formas despectivas que escuchamos al hablar del campo, de las experiencias rurales o comunitarias. De sentir la mirada prejuiciosa por cómo se viste una. Recuerdo una ocasión que mi padre se sintió avergonzado porque le dijeron que parecía de pueblo y pues si, soy de pueblo. Pero también está latente el deseo de no ser discriminada, de no querer ser vista diferente o sentir que no pertenecemos. Así que comenzamos a cambiar, a “aculturizarnos” para sentirnos un poco más de acá.
No me gusta el término aculturación pero si la hibridez, el ser de aquí y de allá, de ser rural en la urbanidad, de apropiarme de mi historia, de la de mis abuelxs, de la migración interna y hacía “el norte” que ha estado presente en mi familia, de ser hibrida en mi andar migrante.
La migración hace que una siga extrañando la comida, lxs amigxs, la familia. Y también se van extendiendo el tejido comunitario, aprendiendo de las experiencias migrantes e integrando otros saberes que van fisurando las prácticas racistas y clasistas.
Pasaron muchos años para darme cuenta de que esas prácticas racistas y clasistas también yo las replicaba, en el que llegué a rechazar o sentirme avergonzada de mis orígenes. Y eso fue cambiando poco a poco cuando entré en diálogos y reflexiones sobre las prácticas y discursos racistas, clasistas y sexistas en nuestra sociedad. De reconocer la gran aportación de la diversidad lingüística, culinaria, política, económica y cultural por la migración interna e internacional en nuestro estado y país.
El racismo y el clasismo tiene como centro la identidad blanca, de clase alta y por supuesto la masculinidad hegemónica. Así que vamos fisurando ese racismo al reconocernos rurales, al reivindicar nuestros saberes campesinos de no universalizar los saberes ni asumir que solo un conocimiento es superior a otro solo porque un señor europeo, blanco, académico y de clase alta lo dijo. Atrevernos a escribir para romper con la historia única y seguir siendo, malas hierbas.
Ilustración portada: Reco