“El futuro flota en el aire, muchas veces sin otro asidero que la esperanza de encontrar en cualquier otro pedazo de tierra mejores condiciones de vida.”
Mario Torres López
Educación y Cultura
Pareciera que en muchos de nosotros está arraigado un cierto impulso a movernos, por el simple hecho de sentir el movimiento. Esta voluntad de ir y venir y volver y no repetir el mismo camino, parece estar también presente en los modos con que interpretamos el devenir social e histórico. Pero no todo es voluntad, pues también está el instinto de sobrevivencia, cuando el desplazamiento humano es forzado por la destrucción de la naturaleza y/o por el poder destructivo de los humanos tan dados a matarse entre sí, aunque se le quiera revestir de nobleza guerrera.
La fuerza guerrera suele alimentarse de fanatismo, ya sea divino o terrenal. Entre guerras religiosas y guerras de Estado, en donde la justicia y la ética se pierden en las fronteras del poder y la voluntad de someter al otro, en lugar de reconocerlo en igualdad de condiciones humanas, aunque no necesariamente sociales, la diferencia está en la representación de lo divino y en el supuesto destino manifiesto. Dios viven en y por la sangre derramada de sus soldados, o los soldados son empujados a asesinar en nombre del patriotismo que no aparece abiertamente en la narrativa de los mercaderes de las guerras.
Para darle sentido social a esto, se infunde entre la población la incertidumbre sobre su futuro, así como el temor y la inseguridad sobre la vida misma. Después de esto, todos debemos ser indiferentes al dolor del enemigo. La humanidad está en nosotros y en nuestros aliados, lo demás no importa.
Solamente quienes viven cotidianamente en condiciones de pobreza, de persecución política o policiaca, secuestrados, desaparecidos y sus familiares desplazados por la guerra, por ejemplo, saben lo se vive, lo que es vivir cada instante en condiciones de emergencia.
Así mismo, la historia es una narrativa que emerge como condición justificadora de las violentas imposiciones del poder de Estado, convertido en gobierno y regulador de los controladores de la economía de lo banal y las ficciones del bienestar social y del progreso humano.
No puede perderse de vista que la tradición y la migración social conforman las bases de la identidad social: por paradójico que pareciera, asumamos que las tradiciones siempre van con nosotros, tanto en forma de recuerdos familiares como de festividades e intercambios simbólicos que refuerzan el sentido de pertenencia a una comunidad. Por otro lado, observamos que hoy las familias se mueven enteras y se ha vuelto una urgencia para sobrevivencia dejar atrás el pasado, olvidar los dolores terrenales, mientras se asimilan las nuevas realidades, muchas de ellas transitorias.
El futuro flota en el aire, muchas veces sin otro asidero que la esperanza de encontrar en cualquier otro pedazo de tierra mejores condiciones de vida.
Así es como nos quitamos el terruño hasta de las uñas, aunque a veces nos gane la nostalgia, extraña nostalgia por un futuro sin referentes concretos del pasado y viendo de reojo lo que mejor hacen los nuevos vecinos locales.
El fantasma de los otros de vuelve corpóreo.
En algún momento, para enfrentar las distopías de lo social, debería pensarse en la liberación de la circulación de las personas y en el arraigo del capital en zonas productivas para evitar la especulación capitalista y su aparente espíritu benefactor a través de políticas subsidiarias y compensatorias. De esta manera todo proceso migratorio sería legal y no, como ahora, excluyente de refugiados que huyen de la pobreza, de la delincuencia militarmente organizada y de las guerras regionales, lo que refuerza la idea de un capitalismo selectivo y, por ende, con una visión segregacionista.
En última instancia, no podemos negar que los pobres, como los migrantes, suelen ser considerados como anomalías del sistema socioeconómico, desde la perspectiva de los administradores políticos de las fronteras territoriales, y no como sujetos o actores sociales.
La pobreza no se puede personalizar, como se hace con las personas más ricas del planeta, porque son mayoría y resulta imposible darles identidad con nombre y apellido, como a los Carlos Slim, Elon Musk, Mark Elliot Zuckerberg, Jeff Bezos… Por eso mismo la historia de las mayorías es una historia del silencio, la ignominia y la ignorancia. Y por eso mismo los movimientos migratorios actuales representan un peligro para la estabilidad financiero de estos potentados del dolor humano.
Y, a pesar de todo esto, soñamos con actos heroicos de película y telenovela, aunque al despertar seguimos siendo la peste de la tierra y el origen de nuestra propia desgracia, en medio de la paranoia conspiracionista y el terrorismo como método cotidiano de negar cualquier posibilidad de paz y equilibrio emocional.
Ilustración portada: Pity