“Ciudad y forma han ido de la mano a lo largo de una historia compleja y apasionante”
David Ramos Castro
La Colmena Urbana
Pensar antropológicamente la ciudad implica tener presente lo que de ella nos dicen la literatura, los sentidos y la experiencia.
El busto sobrevive a la ciudad
Théophile Gautier
«Todos habíamos nacido cuando los cañones de la revolución aún estaban calientes, fresco el recuerdo de Germán de Campo y la Madre Conchita, apenas apagados los rumores de la rebelión cristera, recientes los cadáveres de Topilejo y Huitzilac, viva la imagen de un Cárdenas que le había dado honor y esperanza a todos los mexicanos. Éramos devoradores de estas imágenes de nuestra ciudad, las del presente y las del pasado. Yo vivía para escribir la ciudad y escribía para vivir la ciudad: hoy y ayer». Cuando uno llega a una ciudad nueva en un país desconocido, con la firme intención de entender algo de lo que allí sucede, frases como éstas no pasan inadvertidas. En esta ocasión, se trata de palabras del escritor mexicano Carlos Fuentes, quien las escribió en su obra Tiempo mexicano. Si me he permitido comenzar con ellas, en una cita sin duda extensa, es porque me parece que sugieren algunos aspectos clave para pensar en la ciudad desde la antropología, a través de su nexo con la literatura, los sentidos y la experiencia.
A lo largo de su vida, son muchas vidas las que una ciudad conoce y experimenta; muchos los elementos variados que acoge y que ayudan a construirla, reconstruirla o a veces incluso a destruirla. La antropóloga María Cátedra nos ha recordado a este respecto que las ciudades están hechas «con piedra, con jerarquías, con ideas, con memoria y con símbolos». En un fantástico libro dedicado a la ciudad portuguesa de Évora, la autora -quien también ha estudiado el caso de Ávila, en España- aboga por una investigación urbana que siga las huellas de la mitología en la fundación y vida de las ciudades. De lo que se trata es de proponer una mirada diferente que no limite la observación de la ciudad y nuestra participación en ella al estudio de categorías discretas, tales como la de barrio, el grupo étnico o profesional. La cuestión que aquí se plantea no es si tales enfoques son o no lícitos -cuestión que queda fuera de toda duda-, sino más bien si podemos ir más allá de ellos para evitar que la ciudad pierda nitidez y se volatilice ante la mirada de una antropología incapaz de ver en ella otra cosa que fragmentos y esquirlas.
La ciudad difusa, como la ha llamado el antropólogo mexicano Eduardo Nivón, da cuenta de ese proceso de desdibujamiento urbano que surgió tras la Segunda Guerra Mundial y que fue creando espacios citadinos sin un centro claro, cuyo protagonismo recaía ahora en formas de organización reticular permeadas, a su vez, por relaciones vinculadas con un mercado globalizado. ¿Implicaba esa visión fluida una irremediable desaparición de la ciudad como espacio con una cierta unidad posible? El afirmarlo supondría renunciar a toda concepción de la ciudad como lugar para el método antropológico, pues la visión de conjunto característica de la mirada etnográfica desaparecería con la misma celeridad con que la ciudad dejaba de ser un espacio realmente abordable como tal. Sin embargo, la mitología, entendida como fruto del simbolismo urbano, nos asistía en la tarea contraria de reconocer que, por muy dispersa que se mostrase una ciudad, no podía retraerse por completo al carácter semántico que apelaba una y otra vez a su fondo mítico y conflictivo.
La literatura nos recuerda con especial detalle la existencia y pertinencia de ese sustrato, sin dejar por ello de aceptar y explorar sus sucesivas metamorfosis o, lo que es lo mismo, sin obviar los cambios históricos que una ciudad vive. Así, los mitos cambian, se funden, se confunden y, pese a todo, no dejan de establecer en cada momento una reconfiguración de su orden con vistas a reflejar de nuevo las tensiones que animan siempre al conjunto, pues la ciudad se define especialmente por su particular forma de manifestar el conflicto que la anima. Desde este punto de vista, podemos decir que, si algo ha caracterizado a la novela moderna, ha sido precisamente su relación con el nacimiento del individuo y su lid con la ciudad o, cuando menos, sus peripecias planteadas desde un contexto urbano. De ahí que, regresando a las palabras de Carlos Fuentes, encontremos pleno sentido en esa suerte de retruécano entre el escribir y el vivir; entre la vida que escribe sobre la ciudad y la ciudad donde se inscribe la vida.
Pero la riqueza literaria no es sino una versión particular, aunque especialmente rica, de la relación que una ciudad mantiene con sus formas. Ciudad y forma han ido de la mano a lo largo de una historia compleja y apasionante. «Forma dat esse rei», pregonaban los escolásticos medievales, quienes veían en la forma, aristotélicamente, el origen de las cosas; «forma dat esse civitatis» podría ser su traslación al ámbito citadino. No obstante, el despliegue «orgánico» de las ciudades europeas dio paso a una visión muy distinta que trajo consigo la irrupción de la ciudad americana. Nos lo cuenta el escritor Ángel Rama en su clásico libro La ciudad letrada, en el que analiza el desafío que supuso para Europa plantear un proyecto de «orden» urbano en el Nuevo Mundo que era, a la vez, respuesta a la exigencia administrativa de la expansión colonialista, y resultado de una creciente separación entre la realidad y el signo. Para Rama, la consolidación de las monarquías absolutas europeas fue el escenario que hizo de la ciudad el epítome de la época y dio origen al caso particular de la ciudad barroca, cuyos ecos aún hoy percibimos en algunas ciudades latinoamericanas, con su mezcla abigarrada de visibilidad e invisibilidad.
El nexo de la ciudad y lo visible ha sido valorado en nuestros días por el sociólogo Richard Sennett, quien destaca los elementos y experiencias físicas de la ciudad como elementos protagónicos en los análisis y propuestas sobre el espacio urbano. En una clara oposición a los pensadores que, siguiendo el legado de Jürgen Habermas, consideran el espacio público como un lugar que se define por el libre intercambio conversacional, Sennett concibe la ciudad no desde la relación entre lo político y lo público, sino a partir del vínculo que une en ella lo visual con lo social. A su juicio, nuestras relaciones en la ciudad y con la ciudad pasan por un vínculo esencialmente visual de reconocimiento que torna a la palabra secundaria. Un enfoque que, con independencia de los acuerdos o desacuerdos que suscite, pone al descubierto la implicación sensorial que poseen las ciudades como territorios de vida y de sentido. Pero ¿puede existir tal sentido sin la apelación a los sentidos? El sabio antropólogo Pedro Cantero sabe que no, y de ahí que formule una pregunta con «sabor» poético: «¿Cómo llevarse a la boca la ciudad?».
En efecto, las ciudades traban un vínculo muy intenso con la visión, pero ello no impide que también puedan olfatearse, saborearse, oírse. En la película Martín H, del director argentino Adolfo Aristarain, uno de sus protagonistas admite que, después de emigrar a Madrid, durante mucho tiempo había extrañado el silbido de la gente en Buenos Aires. Por su parte, en La gran belleza, de Paolo Sorrentino, Jeff Gambardella recordaba su gusto juvenil por «el olor de la casa de los viejos». Pasados los años, y convertido en un cínico y afamado crítico de arte en Roma, ¿podía separarse aquel viejo gusto infantil de Jeff del aroma de la propia ciudad? ¿Debían desecharse sin más esos fulgores sensibles por constituir sólo retazos de una subjetividad extrema? De ninguna manera, pues en ellos se cifra una caligrafía íntima, pero edificada con formas que trascienden al individuo y que confluyen en remansos de símbolos y mitos desde donde la ciudad vuelve a buscarse.
Error garrafal sería considerar todo ello como mera ensoñación, sin relación alguna con el curso real de las ciudades, en lugar de como una parte esencial de toda labor centrada en lo urbano como expresión de un vivir pleno. Sólo de esa manera se puede pensar en verdad en la ciudad como experiencia: fusión de la sensibilidad y el deseo. Por ello, la socióloga María Ángeles Durán ha escrito que «el deseo, el querer, enciende la voluntad, pero también, simultáneamente, los sentidos. Además de la visión de la ciudad, el deseo despierta el olor, y el oído, y el tacto, y las querencias de las temperaturas y la orientación, y la serenidad de las aceras o el reconocimiento de la fuerza que empuja el viento en los cruces de las calles». Un camino de sentido alimentado por los sentidos; una manera en la que la ciudad, tras buscarse en formas simbólicas y mitológicas, vuelve incesantemente a encontrarse trasformada por el paso cambiante de su sensibilidad. La vida cambia y, con ella, la ciudad. No basta para evitarlo que el busto sobreviva. De ahí que podamos decir, inspirándonos en lo escrito por Carlos Fuentes, que la escritura debe continuar indagando en lo que la ciudad y la vida no dejan de entregar a sus recíprocas transformaciones.
Ilustración portada: Luna Monreal

1 comentarios
¿Qué puedo decir?
Desde mi ilustre ignorancia…¡Excelente Artículo!
Un abrazo desde Coruña