“A mediados de los años sesenta del siglo pasado, en la región conocida como el Bajío, del estado de Guanajuato, un acontecimiento de nota roja horrorizó a todo México: el descubrimiento de fosas clandestinas con cadáveres de jóvenes mujeres…”
Gerardo Pérez Escutia
Zona Oscura
El true crime es un subgénero del que ya hemos hablado en esta columna. Hemos reseñado obras de autores como Emmanuel Carrère, Javier Cercas o Nicola Lagioia, quienes han escrito magnificas novelas basadas en truculentas historias reales, las cuales en ocasiones rebasan con mucho la febril imaginación del novelista especializado en la novela negra.
Sin embargo, mucho antes que los autores mencionados crearan sus historias, hubo un magnífico autor mexicano que escribió una novela que consideramos precursora del género, y que tiene un valor histórico y literario invaluable, se trata de Las muertas (Editorial Joaquin Mortiz, 1977) de Jorge Ibargüengoitia(Guanajuato 1928 – Madrid 1983).
Con su estilo inconfundible, Jorge Ibargüengoitia es uno de los escritores mexicanos más influyentes del siglo XX. A pesar de su prematuro fallecimiento, llegó a crear una vasta obra en la que incursionó en diversos géneros: dramaturgia, novela, critica literaria, cuento y crónica, su obra ha marcado a generaciones y algunas de sus novelas han sido llevadas al cine.
A mediados de los años sesenta del siglo pasado, en la región conocida como el Bajío, del estado de Guanajuato, un acontecimiento de nota roja horrorizó a todo México: el descubrimiento de fosas clandestinas con cadáveres de jóvenes mujeres que en vida ejercían la prostitución en locales propiedad de las hermanas González Valenzuela, mejor conocidas como Las Poquianchis.
Este suceso impactó a una sociedad semi rural, ultra católica y conservadora, que tenía en el Bajío uno de sus principales bastiones. Este hecho desnudó la enorme hipocresía de una comunidad “mocha”, que escondía los peores vicios del conservadurismo: machismo, clasismo, corrupción política y policial, y que exhumó los cadáveres reales y metafóricos que se escondían en el closet de un mundo cerrado y conservador.
Al paso de los años, el horror del suceso generó diversos relatos y leyendas, al ser una historia rica en matices, con múltiples personajes, cautivó a cineastas y novelistas y fue la semilla de la novela que recomendamos el día de hoy.
En un coche destartalado, cuatro tripulantes van de pueblo en pueblo buscando a un panadero de nombre Simón Corona, tres son hombres y acompañan a quien llaman La patrona, de nombre Serafina Baladro. Los hombres son El escalera quien es el chofer, el Valiente Nicolás, ayudante del Capitan Bedoya, socio y amante de Serafina, quien es el cuarto pasajero.
De pregunta en pregunta llegan a “Salto de la Tuxpana”, donde encuentran en una humilde panadería a Simón, a quien se la tiene jurada Serafina. Al grito de “¿Ya no te acuerdas de mi Simón Corona?”, balacean y queman la panadería. Aunque sufrió quemaduras, Simón sobrevivió. Cuando es interrogado por la policía, comienza el relato de cómo conoció a Serafina Baladro y a su hermana mayor, Arcangela Baladro, sus años de trabajo con ellas en los prostíbulos de su propiedad, y así va emergiendo una historia truculenta que marcaría por años a la región, historia que incluso derivó en el cambio de las leyes sobre la prostitución en el estado de “Mezcala”.
Cabe señalar que el autor utiliza nombres ficticios para personajes y lugares reales. Sin embargo, en el relato son muy reconocibles los pueblos y ciudades de estado de Guanajuato y Michoacán.
Al momento de los hechos, las hermanas Baladro son unas reconocidas “madrotas” que regentean tres prostíbulos de su propiedad en pueblos de la comarca, entre Mezcala y Plan de Abajo. Son prósperas empresarias del lenocinio y la trata de blancas, conocidas y amigas de autoridades estatales, municipales y de “notables” de la región, clientes asiduos de sus locales y facilitadores de trámites y permisos para el “buen funcionamiento” de sus negocios.
El interrogatorio a Simón Corona va revelando muchos de los secretos ocultos tras los muros de sus negocios. Simón fue amante intermitente de Serafina y conoció a los ayudantes de las hermanas Baladro y a muchas de sus “empleadas”.
En el relato de Simón, se va perfilando un mundo de abuso, sadismo y esclavitud difícil de concebir, y más porque prácticamente estaba a la vista de todo el mundo. Las mujeres que trabajaban en los prostíbulos (llegaron a ser más de 50) vivían como prisioneras en los cuartos que también usaban para ejercer la prostitución. Eran alimentadas solo con frijoles y tortillas, pasaban sus días encerradas, y cuando salían siempre eran acompañadas de La Calaca” o de Ticho el coime, incondicionales de las hermanas que también ejercían de carceleros de las “empleadas”.
Casi todas las mujeres que trabajaban en sus locales habían sido raptadas en pueblos y rancherías de la región, o “compradas” a algún tratante de blancas, o incluso a familiares de las mismas mujeres, se les “reclutaba” muy jóvenes, casi siempre entre los 12 y 17 años, y mediante un mecanismo similar al de las tiendas de raya del porfiriato, se les mantenía en cautiverio por deudas impagables a las hermanas Baladro, deudas que siempre se alargaban para impedir que dejaran o huyeran del “trabajo”.
Bajo la presión de las autoridades, Simón confiesa como ayudó a deshacerse del cadáver de una de las prostitutas que murió a consecuencia de los golpes y maltratos recibidos en uno de los negocios de las hermanas, y esto se convierte en el hilo conductor que llevó a las autoridades a desenmarañar la madeja de los múltiples asesinatos y crímenes de las hermanas Baladro.
La historia se desarrolla de manera coral; en diversos momentos de la narración, escuchamos las voces de varios personajes: de La Calavera, del capitán Bedoya y de las mismas hermanas Baladro. Conforme son interrogados, van aportando las piezas de un rompecabezas criminal que se extendió por más de 15 años ante la omisión y complacencia de las autoridades.
Se va revelando la inconcebible cotidianidad de mujeres abusadas, encerradas, golpeadas, y finalmente asesinadas por las hermanas y sus cómplices, mujeres muertas por hechos banales como no atender bien a los clientes, quedar embarazadas o robar comida. Todo ello confesado con una pasmosa “naturalidad” que desarma, donde la banalidad de las causas de los crímenes sorprende ante la ausencia de culpas o remordimientos.
El relato, en sus distintas voces nos muestra un mundo semi rural que aún existe, donde las virtudes públicas esconden los vicios privados, un mundo donde todo es una mercancía, las personas, el sexo, las canonjías y los privilegios. Y donde la mujer que se prostituye está en el último escalón de la sociedad, donde su abuso o muerte pasan desapercibidos, y solo cuando el escándalo rebasa los límites sociales impuestos, se actúa en consecuencia.
A pesar de lo escabroso del tema, la pluma de Ibargüengoitia es una con altas dosis de humor y de ironía. El relato nos arranca carcajadas ante la cotidianidad de los personajes, y las decisiones que toman en un mundo que sin duda era mucho más simple que el actual, y por ello, paradójicamente nos asombra en su crudeza.
La lectura de esta novela nos divierte y espanta a la vez. Nos divierte por sus anécdotas, los giros del lenguaje de pueblo y los recuerdos de una época que a algunos nos traen recuerdos; nos espanta, pues nos recuerda la banalidad del mal, encarnado en unas hermanas que bien hubieran podido pasar como beatas de pueblo, prosperas empresarias o amas de casa, de no haberse descubierto lo que escondían los muros de sus prostíbulos.
Una novela imprescindible por su valor literario y por el papel que juega como espejo de feria, que nos devuelve una imagen deforme y torcida de lo que aparenta ser una plácida y bucólica sociedad.
Ilustración portada: Reco