“En la perspectiva del mundo binario todos somos opuestos, sin importar los matices de forma y fondo; hoy, en el mundo social lo opuesto parece ser sinónimo de enemistad.”
Mario Torres López
Educación y Cultura
Estamos entrando a la parte más agresiva de la campaña política por la Presidencia de la República, en donde se remarcan las diferencias partidistas y se busca la división electoral en bandos opuestos. Las identidades se rompen y las narrativas políticas nos fragmentan a través de referencias inmateriales como la cultura de lo propio y de lo ajeno.
Lo queramos o no, vivimos en un mundo binario, a pesar de las narrativas proto-hollywoodenses sobre la posible existencia del multiverso; a pesar de las exigencias sexistas para reconocer, en plenitud de derecho, que la humanidad está hecha para todo tipo de placeres sexuales; a pesar de los tránsitos más psicosomáticos que otra cosa, de un género a otro. A la naturaleza no la podemos engañar, así como no hemos podido controlar sus acciones y reacciones violentas para reacomodar sus estructuras geotérmicas y, con ello la capacidad adaptativa de los seres vivos.
Por eso, sin importar la controversia que ello arrastre consigo, es tiempo de reflexionar si las tantas leyes expedidas para defender el derecho a la diferencia, racionalmente pone o no, en entredicho el principio de tolerancia para mostrar el máximo respeto al otro como a sí mismo. Esto es importante pues si las leyes se hacen para resaltar distintivos sectarios o particulares, terminaremos todos fuera de la ley y paradójicamente, siendo policías de quienes nos rodean, para prejuzgar sobre gestos, palabras, símbolos, alegorías, metáforas y sinsentidos que podrían convertirse en evidencia de potenciales violaciones a la privacidad y al derecho de los otros.
En el plano de la percepción individual puedo estar de acuerdo, o no, con determinadas opiniones sobre mi entorno sociocultural, después de todo es el principio de la libertad de pensamiento; de igual manera, la tolerancia me permitirá controlar mis reacciones sobre el decir y el actuar de los demás. La experiencia histórica nos induce a pensar que ahí donde la tolerancia es frágil, inicia la violencia.
Lo mismo sucede en el plano político: con sus diversos matices, podemos estar a favor o en contra de las políticas gubernamentales, emitir nuestras versiones de algunos hechos y, desde el plano de la comunicación social, tratar de evidenciar fallas o desajustes estructurales, como si ese fuera el principal papel de los comunicadores, a la vez que denostamos a los representantes políticos, por vía del voto directo y secreto. Sin libertad de pensamiento y sin el principio de tolerancia, podemos calzarnos el ropaje de víctimas e hipócritamente convocar al linchamiento de odio, sin aportar elementos críticos o pruebas contundentes de lo que se está tratando de denigrar. En la perspectiva del mundo binario todos somos opuestos, sin importar los matices de forma y fondo; hoy, en el mundo social lo opuesto parece ser sinónimo de enemistad.
Por otro lado, la biodiversidad de los seres vivos casi nunca se convierte en diversidad política, salvo en la retórica de aquellos que, sintiéndose víctimas, reclaman para sí el derecho a la diferencia, en cualquiera de sus minucias, muchas veces sin importar realmente el derecho de los demás. Así se disfraza la idea de que por diferentes no podemos pensar o razonar sobre la posibilidad de una sociedad con equilibrio en la distribución de la riqueza, los bienes culturales, el bienestar, la seguridad social y las prácticas educativas.
Sin embargo, el reclamo del derecho pleno a nosotros mismos como individuos o singularidad humana, nos hace ser diferentes a los otros, hasta llegar al extremo de que la diferencia puede convertirse en objeto de escarnio para acentuar nuestra mismidad. En el peor de los casos, hacemos oídos sordos a los reclamos sociales bajo la creencia de que la indiferencia y la hipocresía son los mejores elementos para opacar los esfuerzos de otros para construir una sociedad mejor.
Y cuando nos gana la impotencia, ahí está el gobierno, como muñeco bobo, para cargarlo con nuestras frustraciones, disfrazando las opiniones personales de crítica social. El presente, en la figura simbólica del presidente, carga con todas las sinrazones del pasado. Sin importar los intereses siniestros que se mueven en el fango de los propietarios de los medios de comunicación, debe parecer que sus empleados están convencidos de lo que les dan por consigna y al unísono gritan ¡que se chingue en nombre de todos los comunicadores que no están de acuerdo con su forma de gobernar!
La hipocresía con que ocultamos nuestras frustraciones parece la vía propicia para tener un momento de felicidad ante los equívocos de los demás, sobre todo si son autoridad, considerando a la felicidad como ese instante en que creemos tener toda la razón y eso nos abre las puertas de la Gran Historia, es decir, de la verdad eterna.
Ilustración portada: Luna Monreal