“Pero la justicia no está en las calles ni en los tribunales; tal vez no exista como algo real porque es pura sombra de dolor o un deseo sembrado en tierra estéril…”
Mario Torres López
Educación y Cultura
El siglo veinte, a través de la llamada comunicación de masas, sometida siempre a las políticas gubernamentales, lentamente nos ha educado para ser sumisos al control del poder y en buena parte nos ha vuelto indiferentes, por repetición de la misma imagen y las mismas narrativas antiheroicas, a la violencia. Por eso no cuestionamos su origen, exaltamos el poder de los narcodelincuentes y nos tragamos el dolor de las pérdidas familiares en actos aparentemente inexplicables.
Al menos los gringos creen en los extraterrestres o en que todos, menos ellos, somos un enjambre de zombis y de terroristas; nosotros creemos en la Rosa de Guadalupe y en que todo acto de maldad es el resultado de acciones individuales, y que, si nuestro putrefacto aparato judicial no castiga a los delincuentes, algún poder divino lo hará, lo cual nos hace pensar que la justicia está fuera de nuestra voluntad.
Bajo estas condiciones, ya sea que nos sintamos como marginados sociales o como la escoria del poder, cuando logramos romper las ataduras del silencio y la indiferencia, sentimos que el repudio y la vanagloria son dos de los elementos heredados de la cultura de la narcodelincuencia, por eso nos identificamos con ella: se repudian sus acciones pero también es un referente de riqueza o altos ingresos, sobre todo en zonas de baja productividad agrícola o sub urbanas, en donde campea, como dirían los burócratas de la economía, la falta de oportunidades y en donde los jóvenes pobres son enganchados para dedicarse a las actividades relacionadas con esa narcocultura.
En este siglo, bajo el control de las tecnologías digitales, la educación para la violencia se refuerza cada día, a la vez que estamos sometidos al silencio cómplice de la indiferencia, el culto al dolor a través del cine, el melodrama audiovisual y la música popular.
En el entendimiento popular, basado en noticieros, redes sociales y dichos cotidianos, se evidencia que en la nómina de estas organizaciones delictivas se encuentran desde halcones, gatilleros, asesores paramilitares, cantautores de corridos y música regional, así como padrinos políticos y funcionarios/lacayos públicos que se hacen de la vista gorda ante hechos callejeros cuya violencia raya en sanguinario sadismo, así como ante inexplicables secuestros y desapariciones de personas y grupos de ocasión, sin olvidar a contadores y lavadores de dinero o dirigentes de empresas fachada o fantasma.
En la fantasía popular persiste la idea de que existen narco-becas para formar sus propios cuadros de ingenieros químicos, comunicadores profesionales, economistas y hasta profesores de educación básica, para elevar el nivel de la población que está bajo su mando y control.
Quienes repudian aquellas actividades, y la posibilidad de los narco-becados, nunca se refieren de manera crítica al origen de la violencia, sino a ella como un fenómeno en sí, relacionado con los peligros que rodean a la niñez, a la falta de futuro de los jóvenes de los estratos sociales más bajos, como victimarios, y a los de clase media y alta como potenciales víctimas, así como al dolor de los padres y familiares cuando pierden a parientes a causa de enfrentamiento entre bandas rivales o cuando atacan a las agrupaciones del orden público.
Además, justo es reconocer que las redes digitales nos ha convertido a todos en voyeuristas, cargados de indiferencia para soportar los cientos de escenas trágicas que se nos presentan en el menor tiempo posible. Amanecemos siendo, a veces de manera involuntaria, amantes del desastre, perfilado en la narcocultura como uno de los referentes educativos cotidianos que nos carga de repudio o inconsciente vanagloria ajena cuando se dan los enfrentamientos, y en nuestra zona profunda quisiéramos estar ahí como elementos activos, ya sea en calidad de vengadores sociales o antihéroes de película.
Pero la justicia no está en las calles ni en los tribunales; tal vez no exista como algo real porque es pura sombra de dolor o un deseo sembrado en tierra estéril o una ilusión de humanidad en progresivo deterioro.
Lo único cierto es que la justicia no está en la calle, aunque nos empeñemos en gritar para que se presente a nuestros ojos. Tengamos presente que hasta hoy muchos de los jueces y juzgados no conocen la dignidad.
Ante este panorama, no dejo de pensar que la moral viaja en un taxi destartalado cuya fuerza de movimiento es el precio del tiempo y el destino de la humanidad, protegidos por el silencio y la indiferencia ante los desastres de la vida contemporánea.
Ilustración portada: Luna Monreal