“…la educación suele convertirse en una forma refinada para materializar narrativas políticas y gubernamentales en nombre, siempre en nombre, del bien común…”
Mario Torres López
Educación y Cultura
A veces se colocan al margen de la vida institucional y desde ahí suelen pensar que las escuelas, de todos los niveles educativos, se constituyen en sagrados templos de la ignorancia, combatida a punta de memorización de fórmulas de aprendizaje y de procesos de evaluación que refuerzan nuestra educación, mediante el castigo, la sumisión y la certificación, en buena medida, de aprendizajes fachada.
Esto les ha creado la sensación de que vivimos simulando lo que no somos a menos que nos coloquemos, como ellos, al margen de la vida institucional. Pero esto conlleva otros riesgos. Aquí nos referiremos a uno de ellos.
La educación, como la política, construyen sus redes discursivas a partir de dos elementos básicos: el deseo de cumplir de la mejor manera nuestro destino y la promesa de un futuro distinto, como si el destino fuera un bien predeterminado y siempre mejor. Distintos son los futuros. Deseados o no, mejor será siempre el presente que suele hacernos jugar con los desastres del ayer y los deseos de un nuevo despertar.
Lo anterior nos lleva, irremediablemente, a someternos a la racionalidad y al respeto institucional y a depositar nuestra voluntad en gobernantes y aspirantes a vividores del erario público. Además, justo es reconocerlo, todavía hoy desde el sistema educativo y los procesos escolares cotidianos no se ha diseñado una pedagogía para la libertad de pensamiento y la defensa de las voluntades individuales, porque esto, desde la perspectiva institucional tradicionalista, acerca a la humanidad a la anarquía y al caos a través de una vida sin reglas de subordinación y obediencia.
Desde una razón sin ataduras, deberíamos reconocer que todos los modelos educativos están plenamente justificados en sí mismos, aunque sus didácticas interesadas están siempre dirigidas a descalificar a los demás. De igual manera, podría decirse que el conocimiento es un bien desinteresado, lo cual debería ser cierto bajo la condición de que no estuviera controlado por el mercado de la ciencia y la tecnología a través de las instituciones de educación superior que, condicionan o se ven condicionadas por instancias superiores para desarrollar líneas de investigación que evidencian sus vínculos con la iniciativa privada.
Ante este panorama, es entendible que las escuelas pedagógicas que suelen marcar tendencias ideológicas que no siempre se vuelven dominantes, aunque sí hacen acto de presencia en los debates académicos y en el control del presupuesto gubernamental destinado a la educación pública. Estos debates, cuando los hay, nos demuestran por sí solos que somos herederos de una sana costumbre de creer en la razón.
Así también la educación suele convertirse en una forma refinada para materializar narrativas políticas y gubernamentales en nombre, siempre en nombre, del bien común, es decir, del interés nacional.
En una vuelta al principio y contra el supuesto caos del pensamiento anarquista/anárquico se apela a la institucionalidad ética. Este es el principio de la razón de Estado, y por eso mismo que, acostumbrados, como estamos, a pensar que nuestra vida responde a principios lógicos acreditados a través de la moral y el entramado jurídico, solemos negar, conscientemente o no, que dicha lógica normativa es, al contrario de lo que se piensa, la mayor evidencia del caos y de la tendencia natural al desorden, razón por la cual hemos forjado la idea del pensamiento ordenado y la lógica de la relación causa-efecto.
Si la razón se nos hace costumbre, difícilmente podremos comprender que la libertad de pensamiento es un acto de voluntad por conocer y de buscar explicaciones lógicas ahí donde nos gana la ignorancia. De hecho, el desorden manifiesto nos da la posibilidad de pensarnos y repensar a la naturaleza como un entramado complejo y en constante movimiento, lo cual crea las condiciones para la evolución social y la cultura del bien deseado.
Si bien es cierto que en nuestra genética de sobrevivencia arraiga una fuerte tendencia a la violencia y el dominio territorial, lo cual provoca que estemos en constante guerra con nosotros mismos, el pensamiento lógico y la racionalización del todo y de las partes nos ha permitido desarrollar tecnologías cada vez más sofisticadas, con una visión teleológica encaminada a controlar de la mejor manera posible aquellos fenómenos naturales que ponen en riesgo nuestra existencia, como especie y, obviamente, como sociedad.
La mejor imagen que hemos creado de la realidad y de nosotros mismos en tanto parte de ella, es la de un sistema interactivo, multidireccional y extremadamente complejo, desde la lógica de las cosas entre lo propio, lo ajeno y lo apropiado entre especies y géneros, así como desde un punto de vista estrictamente organizacional. Pero de esto pocas veces se reflexiona desde nuestra apacible costumbre de creer ciegamente en la razón institucional.
Ilustración portada: Pity