“…la ciudad no es privativa de ningún pensador o investigador, y mucho menos de los seres pragmáticos que negocian con urbanistas, políticos y empresarios de toda laya…”
David Ramos Castro
La Colmena Urbana
Nada tiene arreglo: evidencia que hay que llevar con asco y con resignación.
Camilo José Cela. La colmena (prefacio a la 2ª edición).
En Grecia, nos cuenta el filósofo Cornelius Castoriadis, «cuando un asunto importante era discutido en la asamblea del pueblo de Atenas, había entre 15.000 y 20.000 personas, de un total de 30.000 ciudadanos», lo cual suponía que algunos tuvieran que levantarse muy temprano. Les ocurría a los habitantes de Sounión, Laurión o Maratón, quienes salían hacia las dos de la mañana de sus casas rumbo a la colina donde se celebraban los debates -al lugar conocido como el Pnyx-, que los recibía al despuntar el alba. Un largo recorrido que hacían para participar en la discusión de los asuntos comunes, y no para recibir salario alguno. Por el contrario, aquellos caminantes que se dirigían al Areópago «perdían una jornada de trabajo y horas de descanso para participar». Una actitud que ilustra la temprana relación que estableció el pensamiento griego entre la concepción de la vida en la ciudad y una experiencia vital y política muy particular, algo que encontramos también en la Politeia platónica, más conocida como La República, donde las divisiones del soma (cuerpo) y la psykhé (alma) conformaban una teoría general del vivir humano que era reflejo del conocimiento, belleza, bondad y justicia que cabía esperar del proyecto de una ciudad-Estado ideal. Un afán venturoso pero sin ventura, como demostró la experiencia fallida del filósofo al intentar realizar en Siracusa su polis imaginada.
Por su parte, la tradición escatológica cristiana ofrecía una estampa diferente. El sueño del apóstol Juan con una Jerusalén celeste y áurea, ciudad amurallada repleta de piedras preciosas y con doce puertas que no eran sino doce bellísimas perlas nacaradas, contrastaba con el carácter pesadillesco y pagano atribuido a Babilonia, ciudad que era identificada con un enclave diabólico. Babel, versión hebrea de su nombre, acogía simultáneamente una vieja historia de ambición y de culpa. Sus habitantes, decididos a alcanzar una cota divina, habían levantado una torre de altura insólita. La desmesura de aquel acto hizo que el vengativo Yahweh preparase su castigo; para ello, confundió, primero, la lengua de los constructores y los condenó a vivir sin comprenderse; después, se cercioró de que se dispersaran eternamente, junto con su maldición, por el mundo. De aquel mítico éxodo surgieron a la postre nuevos episodios de ignorancia y violencia, pero también de asombro y admiración frente al prodigioso espectáculo de la organización tan distinta de algunas urbes. Tal fue el caso de la magnífica Technochtitlan, así como de otros lugares del mal llamado Nuevo Mundo, que habían provocado una profunda impresión en los conquistadores. Sus cabezas, confrontadas con lo indómito del nuevo paisaje, tanto físico como cultural, fueron traduciendo poco a poco aquella extrañeza con el recurso de los referentes que les eran más familiares: los áridos paisajes mesetarios de Castilla, las correosas imágenes fluviales de Venecia o los legendarios ensueños de una caballería tan anticuada como aderezada de exotismo.
La particular noción de Modernidad que surgió de esa abrupta irrupción occidental, así como de la confusión que la acompañaba, acabó confiriendo un protagonismo ineludible a la ciudad como lugar de imaginarios y prácticas contrastadas. Una situación que ganaría importancia en los siglos XIX y XX, los cuales convirtieron a la ciudad en un gran contexto y pretexto de reflexión. Pensemos en Georg Simmel, quien en «Las grandes urbes y la vida del espíritu» observó la incidencia de las nuevas metrópolis en la estimulación y crecimiento de la vida nerviosa de los seres humanos. Pero podemos recordar también las palabras que, decenios más tarde, Albert Camus anotó en su novela La peste, donde la ciudad sólo se conoce -nos dice el escritor- viendo «cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere». Igualmente importante fue la reflexión urbana expresada a través del arte (un caso ejemplar fue la película Metrópolis de Fritz Lang, a la que este año ha rendido tributo el director Francis Ford Coppola con su filme Megalopolis) o realizada desde otros ámbitos, como el sociológico y antropológico, que llegan hasta nuestros días. En esta línea, el antropólogo Michel Agier en L’invention de la ville (La invención de la ciudad) se refirió a los nuevos flujos de circulación urbana por los que transitan los seres, las cosas y las imágenes, en los que detectamos la imposición de «formas materiales y tiempos que contradicen toda esperanza de convivencia, creatividad y quietud». Una idea que también encontramos en el antropólogo Marc Augé y su noción de «sobremodernidad».
En cualquier caso, la ciudad no es privativa de ningún pensador o investigador, y mucho menos de los seres pragmáticos que negocian con urbanistas, políticos y empresarios de toda laya. Por el contrario, la ciudad debería permanecer como un espacio abierto a la interrogación y discusión generales acerca del rumbo de nuestros modos de vida (tema que está precisamente en el centro de la película de Coppola y que hoy no se realiza en parte alguna); un lugar sobre el que la filosofía, la antropología, la historia, la sociología, pero también la novela y el periodismo, tienen mucho que decir. Desgraciadamente, lo que ha sucedido es lo contrario. Lentamente, los entornos urbanos se han ido convirtiendo en escenarios de la agresión ultra y neoliberal. Los cambios socioculturales que éstos han impuesto muestran, además, la dimensión estética del devenir contemporáneo de las historias e imaginarios relativos a la cosmovisión urbana. Es algo que insta a emprender una reflexión transdisciplinar sobre la ciudad. Un necesario espíritu de trabajo conjunto del que dan prueba los esfuerzos emprendidos por la filosofía recientemente (el libro The Routledge Handbook of Philosophy of the City, coordinado por Samantha Noll, Joseph Biehl y Sharon Meagher, es una buena muestra de ello), pero también por las ciencias humanas y sociales, a través de autores como Ulf Hannerz, Göran Therborn, Manuel Castells, Richard Sennett, Saskia Sassen, Diane Davis, David Harvey, Néstor García Canclini, María Cátedra o Manuel Delgado, entre muchos otros.

Precisamente, el antropólogo Manuel Delgado retoma la distinción entre la ciudad y lo urbano teorizada por el filósofo Henri Lefebvre. En su libro Sociedades movedizas, y siguiendo a Lefebvre, Delgado ve la ciudad como un conjunto de infraestructuras, edificios y población; y lo urbano, como las prácticas que la llenan de recorridos. Pero, pese a sus diferencias, la ciudad y lo urbano también comparten un nexo simbólico. El propio Delgado lo pone al descubierto al pensar la ciudad en clave religiosa, interpretando los proyectos de renovación urbana como actos de exorcismo. Un error muy común consiste en considerar que tales metáforas apenas fungen como ingeniosos juegos verbales que no ofrecen realmente ningún conocimiento útil acerca de la vida urbana. Quienes lo cometen son incapaces de ver en ellas una vía para captar los dilemas de nuestras experiencias citadinas actuales, producidos en el desencuentro entre las dimensiones global, nacional y local. Así, mientras que las dinámicas globales han supuesto un crecimiento de las ciudades, que se prevé que lleguen a albergar al 70% de la población mundial en el 2050, en los planos local y nacional dicho crecimiento convive con agresivos contrastes que incluyen varias formas de exclusión, desigualdad, violencia y deterioro ambiental. Teniendo todo esto en cuenta, no cabe duda de que la situación urbana que enfrentan los actores sociales y las políticas públicas se prevé terriblemente complicada de cara al porvenir. De ahí que no baste con exigir una eficaz reorganización del territorio urbano, sino que sea preciso reclamar una discusión mucho más amplia sobre las ciudades y los problemas vinculados a nuestro futuro en ellas. Es la única manera realmente democrática de obrar. De no ser así, deberíamos, al menos, poder denunciar el engaño.
En este sentido, es acuciante responder al desafío que plantean las necesidades materiales citadinas, pero también lo es rebasar el frío mapa de los planificadores urbanos hasta recuperar la textura vital de las ciudades. A fin de cuentas, de lo que se trata es de concebir las ciudades como espacios donde la vida sea, en efecto, posible, valiosa y pueda aspirar a cierta plenitud. Sin embargo, el desarrollo urbano de hoy se muestra contrario a ese radical y común afán, el único derecho realmente legítimo. Desde la ciudad mecanizada mencionada por Arnold Toynbee en Ciudades en marcha, tal desarrollo no ha dejado de avanzar por un camino de crecimiento y despersonalización que se ha declarado enemigo de gran parte de los habitantes citadinos y de su bienestar. La falta de adhesión personal a la ciudad que muestran muchos de sus ciudadanos señala ese rumbo de extensión y despojamiento. Detrás de la «Ecumenópolis» vaticinada por el propio Toynbee, hoy se abre paso un devenir en marcha que transforma a las ciudades en ciudades globales, esto es: en el vórtice de un proceso ininterrumpido de competitividad y expulsiones -según lo ha señalado la socióloga Saskia Sassen en su libro Expulsiones-, perpetrado en gran medida por la especulación financiera y su rapiña. Se trata de un expolio silencioso y un despojamiento de todo aquello que Lefebvre concibió como el alma de lo urbano y de nuestro derecho a la ciudad.
Aunque complejas, en las ciudades se mezclan las reflexiones que van de la belleza a lo justo y de lo sensible, a lo ético. Por ellas pasan diversas cuestiones que involucran a la política, la economía, la sociedad, la cultura y, desde luego, al arte, pero que también revelan el trágico espectáculo de una vida mancillada por la agresión, la injusticia y la destrucción. En este sentido, «la colmena urbana», nombre de esta sección y alusión a la novela La colmena del escritor Camilo José Cela, publicada en Argentina en 1951, da cuenta de semejante contraste, el cual descubre en la ciudad un tupido crisol de imposiciones y resistencias, de estructuras impersonales tanto como de experiencias intersubjetivas. Hacinadas, superpuestas, separadas o adyacentes, sus criaturas son, así, creadas por una ciudad que es escenario y actor principal de un drama urbano y, al mismo tiempo, personal. Dicha creación hace que los contextos citadinos favorezcan u obstaculicen la promoción de ciertas formas de ser, de ciertas actitudes, en lugar de otras, y que una pluralidad de vivencias y tensiones nutran la vida del enjambre humano a partir de itinerarios múltiples de poder, rango y conflicto vividos en la ciudad. Pero si la colmena puede ser una metáfora de la ciudad y lo urbano, también la ciudad y lo urbano pueden tornarse una metáfora de los cambios socioculturales contemporáneos y las mutaciones del capitalismo: un vasto territorio para pensar en nuestro tiempo y en las actuales condiciones que construyen y consumen nuestras vidas con una violencia feroz y absurda. Una situación que puede que debamos encarar con asco, como afirma el novelista; pero que, a diferencia de lo que éste concluye, no deberíamos aceptar con resignación.
Ilustración portada: Luna Monreal

2 comentarios
Las Megapolis, el Burgo llevado al extremo, es una muestra de la conversión del mundo rural ayuno de servicios a un mundo organizado por y para el sector terciario. Ellas no son la causa de la reorganización de la sociedad, son la consecuencia. Sin embargo, ya con mis años encima, recuerdo la Ciudad como algo bonito, ese sitio donde se concentraban las Universidades, los Hospitales, los Ministerios y las Catedrales. Eran un ejemplo de riqueza y de orden.
¿Que pasó para que se hipertrofiaran? Que matamos al sector primario y al sector secundario, quitando el sentido a la vida del campo porque dejó de ser vida.
Llevamos muchos años, desde la revolución Industrial haciéndole daño al campo y, sin embargo, es la mayor época de prosperidad que hemos tenido. Entonces… ¿que es la prosperidad? ¿Donde está la filosofía de la vida que nos haga naturales, prósperos, humanos y, a la postre… felices? Hay tantos estereotipos, que ahora llamamos valores, hay tantos paradigmas asumidos que no son cuestionados por unos ni por otros.
Ojalá volviese la filosofía, la contemplación y el optimismo. Pero de eso sólo se puede hablar con la barriga llena y con un iPhone, y tenemos que entrar en la noria como el hamster para llenar la barriga y tnener el iPhone. Y no hay mejor noria que la Ciudad.
¡Yaya círculo vicioso! Sólo en la Ciudad se «visualiza» la vida.
Muchas gracias, Carlos, por la lectura del texto y tus reflexiones. Muchas han sido las ciudades en la historia y de muy diverso tipo. Creo que cada una debe ser estudiada, hasta cierto punto, en su contexto particular, si bien es verdad que a partir del siglo XVI y, sobre todo, de la industrialización del siglo XIX, las ciudades han trazado caminos que las han ido vinculando entre sí, aunque de manera muy desigual. Sea como fuere, me parece interesante pensar en las ciudades como enormes proyectos de imaginación, al igual que los Estados, que, en este sentido, cuentan con el mérito de plantear e intentar llevar a cabo una verdadera obra «poética» de organización social. Sin embargo, hoy no se piensa en ellas como escenario de dicha imaginación social y libre, sino como depósito de extracción brutal y desmedida de la vida. En este sentido, lo rural ya no puede desligarse de lo urbano (como aún se hacía en los años 60 y 70), pues hasta cierto punto (y, nuevamente, según cada caso), las estructuras antropológicas que eran esenciales para la vida común campesina han desaparecido o se han visto profundamente alteradas por mor del crecimiento no de las ciudades, sino de la urbanización. Se deberían discutir dos cosas, a mi juicio, para entender esta evolución citadina durante el último siglo, aproximadamente: primero, las mutaciones del capitalismo, que han alterado por completo el paisaje urbano (al mismo tiempo que las concepciones con las que creíamos poder definir al propio capitalismo inspirándonos en «paradigmas» de épocas pasadas) y, segundo, la relación estructural que tienen tales cambios con el propio devenir de la tecnología. Saludos.