Regla de Tres

Ikaica en todos lados

Ikaica Tadeshko se inventó a sí mismo: un nombre, una vida, un pasado; Rubén Campos era su alter ego. Este Día Mundial de la Poesía nos recuerda que la vida es una perra, pero la muerte…

Hoy se cumple un año sin Ikaica. No hubo despedida, sólo poemas, anécdotas, brindis y silencios. Intempestivamente, como llegaba él, un 21 de marzo de 2023, de pronto ya no estaba, de la nada, como una mala broma, sin decir compermiso y sin dejarnos decir adiós.

A veces las palabras sobran, a veces no salen y otras, abres la llave y empiezan a brotar atolondradas y sin sentido pero las dejas, porque no soportas pararte frente al silencio que quedará después.

El silencio duró un año, y aunque lo que ha pasado todavía no tiene sentido, al menos se ha asentado, tomado forma, adoptado el color de lo irreversible. Ahora pueden salir a la luz las frases que se estancaron estos doce meses.

“La vida es una perra”, le dije una vez que estábamos borrachas; pero la muerte… porque venir a aparecerse justo el día en que se celebra a la poesía. Es irónica, burlona, poética, arrasadora. No tiene nombre.

De Ikaica me quedan sus palabras y su risa inoportuna casi siempre y ruidosa. También las veces que me hacía enojar porque desaparecía de pronto y me dejaba en cualquier lugar, los amigos que conocí por su culpa, las múltiples lecturas, que me haya obligado a hacer performance y muchos “te quiero”.

Además de muchas, muchísimas fotos, en donde aparecemos juntos, en lecturas, en bares, en mi casa, en la Casa de la Cultura, en la Marcha del Orgullo, en todas partes.

Fue personaje sin duda polémico, inédito, chocante. Lo precedía su fama, antes de vernos por primera vez ya sabía algo de él: que hacía performance, que casi siempre se desnudaba o hacía algo escandaloso, que estaba en todas partes.

Nos conocimos en uno de aquellos encuentros que organizaba. Él vestido de negro con muchas argollas declamando algo raro, yo leí algo gracioso. Se me acercó y me dijo algo lindo, que le había gustado lo que escribí, prometí mandárselo. No lo hice. Nos olvidamos.

Volvimos a conocernos unos años después. No recuerdo cómo, pero sí que le hacía mucha gracia que publiqué en face que había encontrado un ciempiés en mi casa.

Luego no sé, varias entrevistas fallidas, lecturas juntos, performance, bebidas, pláticas raras, risas, amigos y coincidencias.

“Por ti me haría lesbiana”, me dijo una vez.

Había un texto mío que se apropió y leía constantemente, en todos lados, Don Vergas, le puso. A veces me enojaba porque le cambiaba palabras. En su velorio conocí un poema escrito por él que hablaba de lo mismo -hartazgo, corrupción, desesperanza-. Yo lo habría repetido, probablemente cambiándole unas frases.

Los malos periodistas siempre preguntan cuando un ser querido desaparece: “Si lo tuvieras enfrente, ¿qué le dirías?” Si tuviera enfrente al mal periodista le diría que si tuviera enfrente a Ikaica le pediría perdón por todos los silencios.

Me quedarán esos últimos mensajes sin responder, que leí demasiado tarde. Ya nadie me va a mandar mensajes diciendo “estoy peda” y contando historias tragicómicas cero comprobables y ya nadie terminará diciéndome “te quiero mucho, quiero verte”.

¿Ahora de quién voy a ignorar los mensajes?

Sus palabras y sus fotos siguen ahí, en Facebook, donde algunas de sus amigas todavía le dejan mensajes, así como el registro de sus encuentros de declamadores, a veces anuales, a veces semestrales, a veces cada que le daban ganas, en la Casa Natal de Morelos.

Rubén, como nadie de sus amigos le decía, invitaba a todo el mundo a sus encuentros de declamadores. Todas las edades, todos los géneros, todo el que quisiera participar y hasta el que no quisiera. Yo le decía que por qué metía a tantos, que era imposible llenar todas las horas del día de presentaciones. Igual lo hacía. Todos iban felices, a veces nadie se escuchaba ni a sí mismo.

¿Quién va a hacer esos encuentros ahora? ¿Los corredores literarios, las lecturas ebrias en La Pulque? ¿Quién va a contrabandear charanda en botellas de refresco?

Foto: Beatriz Rojas

Lo más surrealista de ese último día fue compartir una misa. Entonces sentí una especie de enojo porque -pensé-, la religión no dice nada, son palabras repetidas, son sonsonetes sin sentido y a pesar de ello la gente siente alivio, pero no se va a solucionar absolutamente nada. Claramente pude oírlo reír, divertido, como si estuviera dentro de la capilla, en la sala, en la puerta, dentro del ataúd, y en todos lados.

Ikaica Tadeshko se inventó a sí mismo: un nombre, una vida, un pasado y una nacionalidad que cambiaba de sede eventualmente. Rubén Campos era su álter ego, la parte familiar, el niño que todavía brillaba detrás de sus ojos.

Me lo imaginaba bebiendo con sus amigos en su propio velorio, casi podía verlo paladeando la charanda y dando sorbos a las cervezas y el mezcal que sin empacho salieron a relucir en la sala velatoria.

Luego lo pude ver sonriendo con los ojos cerrados durante la misa y aún más al ver la comitiva reunida de amigos, de supuestos enemigos y de algunos que merecieron más de un comentario sarcástico de su parte. Todos ahí reunidos. “Cabalga en mí”, susurró en mi oído y echó a reír.

El panteón fue más difícil porque ya no podía escucharlo. Estaba ahí, detrás de la pared de cemento que estaban construyendo a sus pies. Escuchaba, pero ya no le hacía tanta gracia. Se aburría. Las olas de gente que iban y venían en la funeraria ahora habían cesado y la pequeña congregación más bien se estancaba en torno a él en un espacio en el que a pesar de estar al aire libre, se respiraba con dificultad.

Aun era de día y el cielo estaba azul, cruzado por algunas nubes blancas inamovibles y una vez más se recitaron textos de la de pronto tan socorrida plaquette de Poesía Volante Grafitti, de su autoría. También se dijeron otras palabras que se perdían en el silencio de ese cementerio laberíntico custodiado por gatos.

Él sonrió una vez más al ver los pequeños felinos y miró por última vez a sus familiares, que estaban sorprendidos al descubrir que organizaba eventos, que estaba tan ligado a la vida cultural de Morelia. Su vida privada y la pública fueron aspectos que separó tajantemente. Sólo algunos de sus amigos conocíamos a su mamá, y a nadie más.

Como cada vez que alguien se va, me abruma la culpa y la sensación de no saber si era tan importante para él como él llegó a ser para mí. En un primer momento pensé egoístamente que sólo a mí me había escrito un día antes de esa tarde, pero había escrito a mucha gente, incluso minutos antes de chocar con su destino.

Esta vez descubrí que el sentimiento de culpabilidad era compartido y que no fui la única en ignorar sus últimos mensajes, en perder la paciencia, en no contestar siempre.

Lo peor es saber que no habrá otra oportunidad para responder “en la semana nos ponemos de acuerdo” al frecuente “hay que vernos” y esta vez sí vernos realmente, para dar un abrazo, para decir “te quiero” y no nada más, de mala gana: “yo también”.

Ya sólo queda el llanto y el recuerdo de la risa burlona que se va desvaneciendo y la sonrisa y la charanda y el “devastada”, y su “en perra”,  y la obsesión por los afganos musculosos y Fatmagul y las historias de más que dudosa credibilidad y las publicaciones de anécdotas robadas repetidas en Facebook cíclicamente. Bailes, tambores y unas flores.

No descanses tan en paz, Ikaica-Rubén, te quiero, hay que vernos. En todas partes.


2 comentarios

Pilar Avila 22/03/2024 at 00:42

Qué hermosa composición para un amigo.

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Beatriz Rojas Ávila 22/03/2024 at 14:46

Gracias 🙂

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