No hay verdadera experiencia de la ciudad si la violencia y el miedo dominan las calles
David Ramos Castro
La Colmena Urbana
En 1950, el pintor estadounidense George Tooker captó la opresiva atmósfera psicosocial posterior a la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo en su obra In the Subway, en la que vemos a varios personajes caminando por las galerías del metro. Unos llevan la mirada perdida, otros muestran un gesto de suspicacia rayana en paranoia. En el centro de la composición, una mujer crispa el rostro en un rictus que bien pudiera ser la mezcla resultante del dolor, la angustia y el miedo. El cuadro retiene la sensibilidad existencialista de aquellos años, pero también se hace eco de un muy antiguo imaginario de la ciudad occidental que la asocia con el laberinto y la danza. A él se refirió Joseph Rykwert en su obra Historia de la ciudad: antropología de la forma urbana en el mundo antiguo, y el escritor Félix de Azúa lo retomó al escribir en su Diccionario de las Artes que «la ciudad reposa sobre un laberinto en el que es imprescindible saber danzar». El metro es metáfora de ese espacio interior, a la vez urbano y mental, que muestra el aislamiento interior producido por el miedo y la violencia de un tiempo aún acosado por la acumulación de muertos y ruinas. La propia metrópolis puede rastrearse siguiendo ese lúgubre trazo de vagones y andenes. «No, la ciudad no existe (…). La sueñan desde allá abajo los que van en Metro», escribió en Mortal y rosa Francisco Umbral. La ciudad, al igual que el cuerpo, también podía ser convocada por el vivo, y muchas veces oscuro, latido de sus entrañas.

El carácter visceral de la ciudad era sin duda uno de los ingredientes que había definido su modernidad, así como su ambivalente atractivo. Nuevamente, dos pintores lo captaron mejor que nadie en una época de convulsiones bélicas. Uno de ellos fue George Grosz, quien en su obra A Oskar Panizza (1917/1918) nos presenta a la ciudad como el lugar de esparcimiento de la muerte. La confusión y el exceso reinan en ella, en un desenfreno que tiende a disolver límites y a derrumbar lo solidez de las viejas herencias. En el curso de semejante proceso, no exento de delirio, vemos a una multitud desordenada en la que el pintor ha introducido su mano para deformar los rostros de las figuras que se deslizan calle abajo, como en un torrente de deshumanización que las arrastra por la pendiente electrizante de una noche febril en la ciudad. El otro pintor que ahondó en ese mismo efecto fue Otto Dix. En Prager Strasse (1920), esa deformidad truculenta se convierte en el grotesco espectáculo de una calle que anuncia ya el horror de la nueva conflagración. Una humanidad de cuerpos amputados repta por las calles, mientras que otros aparecen expuestos en escaparates, exhibiéndose a pedazos, como prótesis para un ser humano cuya condición actual parecía ya residir en su desmembramiento generalizado.
No es exagerado pensar en la ciudad moderna a través de esa condición desmembrada que toma cuerpo y se expresa de una forma particular en el descuartizamiento social. Ello no hace desde luego de la ciudad la causa de la violencia, pero sí uno de los lugares desde donde ésta se manifiesta con especial intensidad y características que le son propias. En este sentido, el investigador Fernando Carrión, especializado en temas urbanos, recuerda que la postura que ha buscado explicar la violencia aduciendo una especie de ser citadino ha olvidado que «las “violencias” y las ciudades cambian constantemente, mutando la relación entre ellas porque son históricas». Es decir: más que por un aspecto sustantivo que ate ciudad y violencia, esta última debería entenderse partiendo de las relaciones sociales que se mantienen en el espacio urbano, tanto como en las propias características que una ciudad puede brindar para que proliferen en ella nexos humanos de cierto tipo, en vez de otros. Aunque es cierto que la ciudad ha producido en los últimos decenios nuevas clases de acción violenta, como las del sicariato y todas las relativas al crimen organizado, a ellas se suman, dirá Carrión, «otras “no delictuales”, provenientes de la fragmentación, la exclusión, la densidad poblacional y la disputa por el espacio público y los servicios».
Es interesante señalar que Fernando Carrión escribe desde Quito, una ciudad que en años recientes ha sido blanco de un aumento en la violencia ligada al narcotráfico, sumándose así al deterioro de la seguridad que asola al país a consecuencia de los intereses ligados a estas actividades ilícitas. El apunte resulta significativo porque resitúa la violencia urbana en el complejo contexto que vincula hoy a las localidades y los gobiernos nacionales con los intereses económicos de la globalización. Como resultado, las ciudades globales no sólo se mundializaron siguiendo los flujos legales e ilegales de las mercancías, sino que, en la actual capitalización del valor y acumulación del capital, la cual ha generado una secesión interna sin precedentes en el grupo de los multimillonarios, esa misma expansión global de la ciudad se ha concretado en un movimiento contrario de refracción que obliga a las ciudades a especializarse y competir entre sí dentro de un mercado urbano cada vez más apegado al marketing de ciudades y alejado, en cambio, de los problemas reales de sus habitantes. El terrible aumento de la violencia en Morelia en los últimos meses no es sino un caso más de los muchos que podrían ilustrar ese mismo y sombrío proceso.

Así las cosas, los muertos proliferan mientras el terror se instala en la ciudad, el estado y el país. Ante esto, la situación empeora al comprobar que la mayoría de los medios apenas da información que aclare algo al respecto, o que los representantes políticos se estancan en un esquizofrénico discurso que no hace sino repetir las mismas consignas vacuas de siempre en favor de la exclusividad de sus intereses propios. La modernización emerge entonces como una estrategia más en la mercantilización de las ciudades, de igual forma que las noticias relativas a la vida personal de los gobernantes, que desde hace años ganan relevancia y acaparan la agenda setting, sirvenpara desviar la atención de los temas con verdadera importancia y para ampliar todavía más el foso que separa el discurso político de las situaciones sociales que asolan a la gente y que, sin embargo, quedan por completo olvidadas. Aunque es indudable que México padece una violencia atroz desde al menos el año 2006, a partir de la llamada «guerra contra el narco», y que tales efectos locales se vuelven muy notorios para el mercado de la opinión pública global, no debemos obviar las situaciones que, simultáneamente, estimulan la propagación de un clima de violencia y agresiones de todo tipo en muchas otras partes del mundo, incluido Estados Unidos.
Desgraciadamente, todo pronostica que la ciudad tendrá un especial protagonismo en toda esta turbulenta deriva durante los años que vienen, pero no porque sea la suya una fatídica y trágica historia que la condene inevitablemente a la violencia, sino más bien porque las características propias de las ciudades (su congregación de muchedumbres heterogéneas o ese cariz laberíntico que obliga a los moradores citadinos a saber danzar en medio del extravío) las tornan especialmente sensibles al aumento de violencias como la que hoy vemos abrirse paso a través de variados canales de descomposición sociocultural. Cada vez es más difícil bailar en y con la ciudad. Cada vez, más arriesgado errar el paso. En el caso mexicano, así como en el de sus ciudades, cabe desde luego esperar ahora las temibles consecuencias de violencia que ocasionarán las asimismo violentas políticas de expulsión ordenadas por Donald Trump, tan espectaculares como especulativas, y por todo su cártel de secuaces. Aunque también debemos tener presente su agravamiento a instancias de la compleja situación interna que sufre México, y que apela a los intrincados laberintos de su propia historia. Con todo, tales consecuencias van más allá del caso de una nación en particular, por muy violenta que parezca ser en un momento histórico dado, pues la integración del mundo que viene intensificándose desde hace casi un siglo implica que toda apelación al orden sea en el fondo un acatamiento oculto del caos interno que la rige, en el que el aleteo de ciertos intereses puede ocasionar disparos y muertos al otro lado de la Tierra.

La restrictiva idea de modernidad que ha llevado al mundo contemporáneo a promover la conversión de las ciudades en productos destinados a mercados no sólo de lo tangible, sino también de lo imaginario, bien puede lograr que ahora el horror extraiga beneficios de ámbitos que otrora parecían innombrables. ¿No se ha generado acaso un mercado con el poder simbólico del crimen organizado, por medio de la expresión de formas de vida y ostentación que son principalmente urbanas? ¿No se ha llevado al pináculo de riqueza a un delirante fantoche con aires de psicópata que sueña con ciudades en Marte? En una política supeditada a la economía, y en una economía dirigida por fuerzas que son paulatinamente controladas por una gestión inhumana de las relaciones sociales (incluida la que aboga por la reducción tecnológica y digital de la ciudad), poca importancia tiene que tal horrible beneficio se obtenga al costo de cientos, miles o cientos de miles de vidas. La vida, de hecho, es precisamente lo que se va dejando atrás. Más que su causa, la ciudad es un termómetro de todo esto, y, en el curso de una urbanización extensiva, tanto como de una explotación intensiva de todo aquello, materia o idea, que pueda convertirse en recurso, también es el previsible y dramático asidero de ríos de violencia múltiple sin una única desembocadura.
Tanto el expresionismo de Dix y Grosz como el existencialismo de Tooker fueron fruto de una historia que se vio envenenada por fanatismos e intereses que, por desgracia, hoy vuelven a resultarnos tenebrosamente familiares. Para estos artistas, la ciudad moderna se convirtió en resumen de los peores presagios. En el caso del pintor estadounidense, además, el metro ofrecía una metáfora psicosocial de un modo de vida interior que de pronto se veía regido por el miedo y una desconfianza mutua generalizada que se volcaba hacia afuera. Si como decía en el artículo anterior, debemos intentar que sean los sentidos los que cultiven los significados de la ciudad, pues sólo así podremos hablar en verdad de una experiencia urbana, desde luego los cambios en la sensibilidad inducidos por el terror actual a la violencia creciente se levantan como grandes obstáculos para la realización de tal experiencia. Esto es algo que no puede conjurarse con simplistas visiones económico-tecnológicas ni con un imaginario político modernizador que no ha logrado nunca cumplir sus promesas, salvo las que sirven a sus élites patrocinadoras. El tren que nos recorre es también el de los peligros que no vemos, o que no queremos ver. Mientras tanto, la ciudad corre el riesgo de convertirse en un laberinto del que ya no sepamos salir.
Ilustración portada: Luna Monreal
