“¿Habrá quién le ruegue matrimonio a Yanet cuando esté llena de canas, tenga más arrugas que buenas intenciones, un par de muletas, cansancio histórico, capacidad para echar pocos kilos de tortilla?”
Nektli Rojas
Narrando el Género
Para todxs lxs participantes del Diplomado de mujeres escritoras, con cariño.
Camino por las calles llenas de baches para ir a comprar las tortillas con Yanet, que las hace a mano porque nunca ha logrado ahorrar en quién sabe cuántos años para comprarse una máquina tortilladora.
Hay cola, pero no mucha: vale la pena la espera, para la cual ella ha colocado un par de banquitos de plástico en la calle, afuera del local -que es un mini patio de Infonavit reconstruido. En uno de los bancos, se encuentra sentado un hombre como de mil años. Recargadas en la pared, están sus muletas. Con gran dificultad, se levanta y se dirige hacia su casa (otro departamentito a unas cuantas cuadras). Reniega, no entiendo bien de qué, mientras se mueve lentamente. Sólo percibo su tono molesto y mandón. Algunos clientes lo ayudan. Es parte de los viejillos del barrio que se van a pasar el tiempo con Yanet, impidiendo que las clientas puedan usar los bancos.
“Es que está jubilado”, me dice Yanet. “¡Vieras cómo le anduve haciendo la lucha para que se casara conmigo!” ¿Kháaaa!, grita mi corazón de gatito feral, ¿por qué!, escupe mi boca de divorciada. “Es que tiene una pensión militar y los hijos se la quitan toda. Nomás anda por acá todas las mañanas porque no halla qué hacer. Sus parientes lo sacan a la calle para no tenerlo ahí metido… como que no lo aguantan. ¡Y la casa es suya! Varias veces le dije: ‘ándele, Don, cásese conmigo y me cái que yo lo tengo bien atendido, como se merece’. Con esa pensión, no sabes, ya la hice. Y no y no y no, no quiere casarse el don.”
No le contesto nada. Le pago. Recibe el billete con su mano forrada por una bolsa de plástico. Lo echa a su cajoncito y me da el cambio. Arrastro los pies de regreso. Yanet está dispuesta a ser cuidadora de ese hombre que le lleva, al menos, veinticinco años. Nunca ha dejado de serlo: marido, hijos, clientes. La necesidad de una entrada fija porque las tortillas no dejan. Dice que a los quince se fue de su casa y a nadie le importó. Desde entonces trabaja.
¿Cuándo empieza la vejez? A los sesenta, para algunos; pero, para otras, cuando ya no estás en edad de andar pariendo (que, según la OMS, es a los 44, cuando la gente se da permiso de decirte abuelita, cuando las personas te miran y están ciertas de que no sirves para mucho. Porque nací en este país, puedo esperar vivir 78 años, si no se me atraviesa alguna enfermedad terminal fulminante, si un ladrón puede más que las prevenciones o si tengo que cruzar el libramiento a pie.
Si fuera japonesa, podría cumplir casi 88. No tendré una jubilación militar. Si todo va bien, seré vieja durante 34 años, la mitad de los cuales ya gasté. Pero ya que de trabajar en los aparatos ideológicos se trata, tendré una como maestrilla de tercera clase.
¿Habrá quién le ruegue matrimonio a Yanet cuando esté llena de canas, tenga más arrugas que buenas intenciones, un par de muletas, cansancio histórico, capacidad para echar pocos kilos de tortilla? Inmediatamente se me aparece Piaf para decirme que ella sí se casó a sus cuarenta y seis entrados en setenta con un cantante de veintiséis, que la cuidó como si fuera su propia madre cancerosa. La explicación: Piaf, la hacedora de cantantes. Aparecen en las canchas de la Fidel, agradeciendo gentilmente por el apoyo recibido Yves Montand, Aznavour, Moustaki. Ni Yanet ni yo tenemos poder o dinero. Bueno, ella moldea en maíz la piel que acuna nuestros alimentos. Es un trabajo sagrado, pero a nadie le parece así.
Para llegar hasta los 88 como si fuéramos personas, diría Angela Davis, hay que hacer muchas cosas en el espacio del presente. Antes que nada, soñar para que el símbolo se desprenda de lo interno y germine en tierra real. Soñar, porque hay que inventar una forma de que envejecer sea un dulce deseo que todas podamos tener, como escribió Jacques Brel en la canción que hizo famosa Juliette Greco. Para desmentir, como dice la rola, a los viejos que nos dijeron que nuestros veinte años, nuestra juventud, era el tiempo más bello de nuestra vida. Ay, me es imposible no pensar en Amado Nervo. No, no, lo espanto como a mosca panteonera. El “divino tesoro” es la vida, no la juventud.
Es el diplomado de escritoras. Le toca a la Dra. Sáenz hablar de la literatura vasca. Laurita Puerquita de Guinea opina desde sus treintas, inspirada por la novela Las tres Marías de Arantxa Urretabizkaia: “Debemos tener futuro siempre”. Zuhey complementa: “Cuando sea vieja quiero regar mis plantitas y perder la vergüenza”. Hay que ir perdiéndola desde antes, como desde los veinte, para irse entrenando. Perder la vergüenza a ser lo que somos, a querer ser lo que deseamos, a buscar seguridad en las avenidas del amor.
Es el patio de Carito, lleno de plantas y no de comales (como el de Yanet). Estamos todas juntas en él, planeando la vejez -la de ellas, lejana; la mía, certificada por mi credencial del INAPAM. Hacemos changuitos. Que la pensión de adultos mayores se mantenga para siempre. Que las jubilaciones vuelvan a ser tendencia. Que el derecho a la salud física y mental sea realmente alcanzado. Que quienes quieran puedan andar de novias con canas ¿Qué más queremos soñar juntas? El surgimiento de una ciudad.
Es el renacimiento. Christine de Pizan escribe La ciudad de las damas porque quiere que al mundo le quedara claro que las mujeres son capaces de acciones nobles y buenas. Desde la primera infancia hasta la vejez profunda, hay que construir con palabras-ladrillo La ciudad de las viejas, así como Pampa Kampana, que vivió 247 años, hizo con Bisnaga: susurrando en los oídos de la gente sueños que bien pueden edificar una ciudad.
Es la puerta de mi casa. ¿Estoy triste, estoy enojada? ¿Tengo futuro?
Ilustración portada: Reco