“Desde el momento en que vio Positivo en la hoja de los análisis, había tenido miedo de ese día.”
Nektli Rojas
Narrando el Género
Nunca se es más cuerpo –pensaba– que en estos momentos. El dolor apagaba al mundo. No dejaba pasar por su tenaz membrana más que partes de lo que ocurría para que ella las cachara como pudiera. Se esforzaba por no gritar. No quería darles el gusto. Había escuchado los comentarios de otras mujeres que se atendían también en el sector salud y no quería burlas. ¿Así gritabas cuando estabas haciendo ese bebé? Porque el dolor, que lo impregnaba todo, también formaba alianzas con otras formas de sufrimiento.
La angustia, por ejemplo. ¿Cuánta angustia podía caber en el cuerpo mientras se llenaba de incertidumbre? La angustia dolía como si fuera un moretón. La vergüenza, también. Pasaba lo mismo con todas esas sensaciones punzantes en que se pone en riesgo la vida de dos seres.
Gente de blanco, paredes grises, personas que se movían ininterrumpidamente. La oscuridad manchaba la tarde del paisaje poco familiar del oeste de la ciudad. Cuerpa tuvo que dejar de pensar para poder contenerse. Cosas punzantes, como calambres, como líneas de fuego, crecían desde dentro, desde el centro más profundo, y se expandían hasta alterar el aire. Respira –se decía a sí misma–, respira.
Toda zona de dolor es como un bosque oscuro, poblado de criaturas desconocidas con poderes fabulosos. Un espacio para el florecimiento de creencias mágicas, de mitologías particulares transmitidas de boca en boca en las clases de preparación. Por ejemplo, que la ráquea estaba reservada sólo para las primerizas, que ya ni te la ofrecían si se trataba del segundo o tercer hijo; que, si no llevabas anillo en el dedo, los doctores te trataban mal. No se sabía qué era tratar mal; pero, en esos momentos, cualquier mala voluntad podía causar una tragedia. –¿Y las enfermeras? Había preguntado Cuerpa buscando una isla de consuelo en el pantano de la vulnerabilidad. –¡Uy, se hacen una con los doctores!
Claro, se había olvidado de ponerse el anillo, como precaución, porque se lo quitaba sin darse cuenta. Le pesaba en el dedo, le causaba desesperación y hacía que se atorara con cualquier cosa. Llevar anillos es como traer las uñas pintadas: te incapacita. ¡Quién iba a estar para pensar en un anillo después de dieciocho horas de contracciones que no se estabilizaban! ¿Por qué no lo hacían? ¿Qué estaba saliendo mal?
En la sala de consulta, con la mano enguantada midiendo hábilmente el cérvix, la doctora de turno le había dicho: –Llevas ya demasiado tiempo y todavía no hay suficiente dilatación. Ya hay borramiento, pero te faltan dos centímetros para que te pueda pasar a piso. Si sigues así, no vas a aguantar el trabajo de parto. Si toleras el dolor, en la próxima contracción te abro el cuello con los dedos. ¡Qué son dos centímetros si están en útero ajeno!, pensó Cuerpa –Sí, respondió mientras pensaba en la frase lapidaria: sufrimiento fetal.
Desde el momento en que vio Positivo en la hoja de los análisis, había tenido miedo de ese día. De nada valieron los kilos de libros que devoró, las horas dedicadas a instruirse en profilácticos, era un día al que el mismo Yahvé la había condenado: “Parirás con dolor”. ¿Y entonces la historia de crucifixión, qué no había quitado todos los pecados? Pero si algo es absolutamente cierto con el dios de los católicos, es que con él no se puede negociar.
Otros dolores conseguían abrirse paso por encima y por debajo del dolor mayor: los ardores en la piel y en otras partes, debidos a la preparación. Una enfermera la había rasurado apresuradamente, había tenido que hacerse ella misma la limpieza de intestino vía cánula, le habían colocado una vía por donde entraba la oxitocina para ayudar con el problema. Pero el final estaba más cerca y las cosas parecían ir más o menos bien. A fin de cuentas, no era la Edad Media, se consolaba Cuerpa, que era atendida en un hospital que, si bien público, contaba con un internacionalmente reconocido personal médico, encargado de atender embarazos de mediano y alto riesgos.
Por fin en piso –pensó. Sola, para poder tranquilizarse, para poder disciplinarse y no gritar. Igual había estado así todo el tiempo porque el dolor aísla, separa a quienes lo padecen del resto de la humanidad –que parece, entonces, ser perfectamente feliz. Ojos cerrados, sola; ojos abiertos, sola. La pena despedía un humo alucinógeno que hacía que el mundo pareciera más lejano, más hostil, menos empático. Los doctores, jóvenes todos, pasaban frente a ella. De tiempo en tiempo, se detenían a inspeccionar cómo iba el borramiento, lo cual, a pesar de batas y guantes, a ella no le resultaba agradable en absoluto.
Pero uno de entre ellos, especialmente risueño, vino a revisar y, sin avisar nada, introdujo su dedo enguantado por un orificio no destinado al parto. Ella abrió los ojos mientras dejaba escapar una exclamación de dolor, ante la que el doctor replicó: –¡Es que mira cómo estás!, si no hago esto, se te van a reventar y te vas a desangrar.
¿Cuánto tiempo se iba a quedar así el doctor? ¿De verdad era una acción necesaria? Nadie le había hablado de eso. Pero no le quedaba más que intentar creerle, respirar, recostarse y aguantar esa presión, esa humillación extra en medio del caos. El bebé venía en camino… en cualquier momento la iban a pasar a sala de expulsión y, en el sector público, atiende cualquier médico que se encuentre disponible, ¿qué tal que le tocaba a éste? Miedo. No había cabida para nada más. Después de un prolongado rato, el doctor retiró su dedo. Ella suspiró. Él se fue sin decir nada y ella no volvió a verlo. Cuando la llevaron a la sala, nadie más mencionó el peligro, pero ella repasaba en su cabeza, sin atreverse a decir nada, la amenaza en la que nunca creyó. Te vas a desangrar.
Mientras todo se desarrollaba, desde la noche anterior en que las contracciones iniciaron, hasta esa medianoche de parto, Cuerpa fue capaz de contener los gritos. Con eso salvó un mínimo de dignidad para permitirse seguir adelante.
Ilustración portada: Reco