A diez años de aquellos eventos, está todo más claro, nunca hubo realmente la voluntad de acabar con el flagelo de las mafias, sino de reacomodar los poderes
Rogelio Josue Ramos Torres
Segunda y última parte
La cárcel
Tras cumplir con los trámites de rigor, quedó formalmente inaugurada la sujeción de los detenidos al patíbulo carcelario. El sábado 28 de junio, los 82 procesados se estrenarían como reclusos de prisiones que, como las de todo el país, son mitad pocilga y mitad matadero. Se encargaba, de esta forma, a los barrotes la tarea que los criminales habían dejado inconclusa, la de doblegar de una vez por todas a quienes se habían erigido en obstáculo para el control hegemónico de los territorios. La dureza de la reclusión se agudizaba por el hecho de que ahí, en ese encierro, los que hasta horas antes habían realizado actividades como autodefensas, coincidían ahora, en los Centros de Readaptación Social, con miembros de los grupos criminales, también presos, que ellos mismos se habían dedicado a perseguir semanas y meses atrás. Autodefensas y templarios volvían a verse las caras, esta vez como alfiles sobre el tablero de un sistema que mueve a su antojo las piezas. Las rejas del apando son también las de la vida, las de la existencia, escribió José Revueltas, y la ominosa realidad michoacana espejaba fielmente esa máxima.
Sin embargo, a pesar de todo, en aquellas primeras semanas de prisión, los bríos del carácter calentano y serrano salían también a flote. Muchos habían comenzado a cazar por su cuenta templarios aun antes de que Mora y Mireles se levantaran en armas. Ya como parte de los grupos de autodefensa, su valor tampoco se había echado en falta. Lo cual no cambió durante los primeros meses de prisión, cuando aún se escuchaban entre los detenidos relatos y anécdotas imbuidos de un tono heroico grandilocuente. “¿Te acuerdas aquella vez que te paraste en medio de la carretera tu solo y de siete balazos hiciste correr a tres camionetas?”, “… desde que estoy con las autodefensas me han tocado doce encuentros contra sicarios. Para eso se enlista uno oiga, para eso ofrece la vida, para limpiar nuestra tierra” (Javier y Martín, 27 y 48 años).
Quizá porque abrigaban esperanzas de salir pronto, quizá porque no creían, como decían algunos, que “ahora resulta que es delito defenderse”, o quizá porque, según dice el antropólogo Salvador Maldonado (2012), los individuos en la Costa y la Tierra Caliente se construyen en oposición permanente frente al Estado, pero, en aquellos primeros meses de prisión, muchos declaraban orgullosos su filiación como autodefensas.
“Nunca dejaré de ser autodefensa hasta que cambien las cosas y tengamos nuevas formas de gobierno y se respete al pueblo. Estoy consciente de que tengo en riesgo mi vida, pero no me asusta, la justicia vale mucho más y por ella seguiremos luchando. Soy autodefensa y siempre lo seré” (José, 31 años)
“Yo por mi parte le digo que no descansaré hasta que capturemos al asesino de mi hermano, que aún anda libre, por eso y todo lo que ha pasado soy autodefensa” (Alfredo, 28 años).
“Me integré al movimiento de las autodefensas con total compromiso y firme decisión de hacer justicia y alcanzarla también para mi familia. Cuando me enteré del movimiento me trasladé de Colima capital para organizar y hacer conciencia en la gente. Veo que nuestro país sigue en picada y lo tenemos que levantar pueblo a pueblo, por el bien de nuestros hijos. Por eso soy autodefensa, porque debemos de imponer un nuevo orden y nuevas esperanzas a favor de nuestros hijos y los de México entero” (Martín, 48 años).
“Todos hemos sido víctimas de extorsión, teníamos que pagarles a los templarios si vendíamos un puerco, un chivo, una vaquita. Así es que cuando nos dimos cuenta que en Tepalcatepec se habían levantado en armas, nosotros en Caleta y en toda la Costa nos preparamos para hacer nuestra propia defensa. Le entramos de frente cuatro hijos y yo, y mire, aunque usted me vea viejo, nosotros estamos dispuestos a morirnos en esta lucha si es necesario. Vamos a seguir luchando” (Carlos, 56 años).
Pero la suerte de estas personas apenas comenzaba a resentir el tránsito por el vil y tortuoso aparato de justicia estatal. Estaban lejos de sus familias, para muchas esposas, madres y hermanas de los detenidos, era imposible costear los gastos del pasaje desde la Costa a la capital. De suyo, eso complicaba en extremo las posibilidades de contactar con abogados que pudieran encargarse de la defensa de los reos, teniendo sobre todo en cuenta que la insuficiencia de dinero es un inconveniente mayúsculo cuando se sabe de antemano que la justicia es un lujo reservado a quienes pueden pagarlo.
La detención no solamente rompía la columna vertebral de un movimiento que se nutría en buena parte de un hartazgo social genuino, también atacaba directamente a la moral de poblaciones que habían encontrado en la autodefensa la última garantía de seguridad. Los del gobierno sabían bien que el castigo no se queda en el cuerpo y la psique del individuo, sino que golpea también a sus círculos más cercanos. Pueblos como Caleta de Campos, quedaron entonces en el más completo desamparo. A los presos no les quedó otra más que esperar que nada grave ocurriera, esperar que sus esposas, sus madres, sus hermanas pudieran solas con el paquete de sacar adelante a sus familias, de administrar los bienes cuando los había, y de capotearse a como fuera el amago criminal.
Las mujeres, por su parte, luego del encarcelamiento, lejos de arredrarse, comenzaron a realizar eventos en favor de los detenidos. Salían a la plaza a colocar sus fotos, buscaban donde denunciar la traición de Castillo, e, incluso, se fajaron las armas y ocuparon por unos días el lugar de los hombres en la barricadas. Al menos hasta que las incursiones criminales arreciaron de nuevo, esta vez impulsadas por una abierta sed de venganza a la que ya nadie se anteponía. En aquel verano mataron a Ponciano Reyes Farías, líder de la autodefensa de Chucutitán. También atacaron El Bejuco, y no dejaron de asolar a pueblos como la Coralilla, playa Nexpa y Las Peñas.
El proceso
Alejados, como estaban, de sus familias, ignorantes de los procedimientos legales e impedidos económicamente, la mayoría de los presos había quedado a merced no solamente de todas las violencias ocultas tras el eufemismo “readaptación”, sino de abogados y políticos mercenarios que vieron en los detenidos la oportunidad de obtener beneficios. Una abogada de Apatzingán se dijo dispuesta a ayudar, fue en busca de los familiares, le pidió a cada uno 15 mil pesos para los primeros trámites y les ofreció un plan de pagos accesible. Quien pudo, entregó el dinero. Algunas madres, que habían quedado solas con los nietos, se endeudaron para cubrir el monto inicial, y lo siguieron haciendo con los pagos sucesivos. Pero cuando buscaban a la abogada para pedirle información sobre los detenidos, esta nunca respondía las llamadas. No había pasado un año de la detención, cuando la abogada se esfumó.
Para los políticos, los autodefensas que habían sido detenidos al lado de Mireles significaban un jugoso botín, cuya defensa podía llegar a inclinar las balanzas electorales. En enero de 2014, los mexicanos tenían una mejor opinión de las autodefensas que de las autoridades según la casa encuestadora Parametría (Ríos, 2014). Comenzó, así, un desfile de figuras políticas procedentes sobre todo de partidos opositores al del régimen en el poder, acompañadas por abogados que ostentaban más capacidad para dar declaraciones que para el litigio. Todos llegaban con promesas de excarcelación y discursos justicieros que condenaban el proceder del Estado, pero daban una escasa atención procesal a la causa, y ni por asomo rendían cuentas a los familiares. Legalmente, había varias posibilidades para que los detenidos obtuvieran la libertad. El expediente 132/2014 radicado en el Juzgado Sexto de Distrito en Uruapan, donde se concentraban los procesos de todos, desbordaba deficiencias y falsedades. Entre las componendas del proceso, destacaba, por su desaseo, la irregularidad del mismo parte policial en donde se había registrado la supuesta flagrancia de los detenidos. Cuando el oficial que en ese documento aparecía como principal responsable del operativo fue llamado a dar su testimonio, este no reconoció como suya la firma ahí consignada, asegurando que, aunque su nombre en el parte policial así lo indicara, él ni siquiera había participado en aquellas acciones. En cualquier otro proceso esa anomalía habría dado por concluido el asunto, pero las cosas son distintas cuando hay de por medio una consigna procedente de las cumbres del poder estatal.
El desvanecimento de las fronteras
Dice el criminólogo Elias Neuman (2004) que la maquinaria carcelaria funciona a fuerza de ejercicios de crueldad y discriminación que hieren día a día la autoestima, socavando el ánimo hasta quebrar al recluso por dentro. Una alquimia, dice, dirigida a lesionar de muerte a la dignidad, a abrir una herida en el reo y a ensancharla paulatinamente hasta dejarlo exangüe. Esa cadenciosa tortura, cuya constancia acompañaba fulminante el paso de los días, de las semanas, de los meses, fue menguando la moral de los autodefensas presos. Un año después de la detención, varias de sus familias habían abandonado sus lugares de residencia. Entre las razones, estaban por lo general una mezcla de necesidad y miedo, que las empujaba a salir del de sus comunidades, o del Estado y, si se podía, también del país.
Al cabo de dos años, la apuesta del gobierno daba sus frutos. Los rostros de hombres otrora altivos y audaces aparecían sombríos, un pesar doliente se adivinaba en los entrecejos y una desesperación acuciosa poblaba ahora las conversaciones. Ya nadie hablaba de las autodefensas. Si Michoacán seguía incendiándose era cosa que para ellos había pasado a segundo o tercer término. Lo primero, ahora, era resolver la situación de la familia, pensar en una forma de pagar deudas y favores que se amontonaban conforme transcurrían los meses. Ni siquiera las amenazas de muerte que continuaban cayendo sobre algunos de ellos estaban entre sus principales preocupaciones, la angustia por los seres queridos y el deseo de poder regresar con ellos estaba por encima de todo.
Poco antes del tercer año, comenzó a ocurrir un fenómeno cada vez más recurrente. El contacto permanente entre autodefensas y templarios llevó a que los acuerdos de convivencia tácitos del cautiverio se convirtieran en algo más, y propició acercamientos que se fueron estrechando con el tiempo. En cierto modo, aquello era natural, a final de cuentas, unos y otros provenían de los mismos lugares, de las mismas realidades, y oportunidades de trabajar juntos siempre las había habido. Viejos paisanos, vecinos e incluso familiares habían quedado divididos por el cisma social que a unos colocó del lado de los criminales y a otros de sus combatientes, pero sus historias personales compartían en muchos casos raíces. De esta forma, la convivencia en cautiverio fue apaciguando a los bandos, lo que en algunos casos llevó a su vez a dejar de lado las viejas afrentas y rencillas. No se trataba de una simple pax carcelaria, sino del establecimiento de nuevos tratos que, a la postre, significarían un relanzamiento de la gobernanza criminal en varios pueblos.
A ello, habían contribuido dos factores: en abril de 2017 el gobierno de Silvano Aureoles ordenó el cierre del CERESO Francisco J. Múgica de Morelia, y trasladó arbitrariamente a todos los presos ahí recluidos al Centro Penitenciario David Franco Rodríguez, ubicado en las afueras de la misma ciudad, donde otros grupos tanto de templarios como de autodefensas, se encontraban. El otro factor fue el papel de abogados abusivos y simuladores que aparecían más en los medios que en los juzgados donde se desahogaba la causa, dispendiando tiempos que en su alargue alimentaban la desesperación. A esto, se sumaba el proceder fraudulento de un grupo de leguleyos procedentes del Estado de México, enviados, según se rumoraba, por gente cercana al comisionado Alfredo Castillo, que sabían que muchos en aquellas cárceles se encontraban básicamente indefensos y había, por tanto, con la ayuda de sus contactos dentro de las instancias judiciales, la posibilidad de sacar dinero. La panorámica, en su complejo, terminó por agotar la paciencia de algunos quienes ya cansados de entregar dinero a cambio de promesas, comenzaron a explorar otras alternativas, que, eventualmente, encontraron en los abogados de los templarios.
A diferencia de aquellos que en teoría debían defenderlos, los abogados de la maña demostraron una mayor eficacia, pues, independientemente de los cargos que se les imputaban, sus clientes comenzaron a salir libres antes. El tamaño de esas contradicciones fue un duro golpe de realidad para muchos de los autodefensas que habían confiado en la justicia porque se sabían inocentes, y porque los cargos en su contra eran mentiras absurdas que deberían de haber caído pronto. Pero los barrotes les seguían recordando que no era así de simple. Las pedagogías de la represión fueron entonces haciendo mella en ellos, y entendieron que los caminos de la justicia no llevaban a ningún lado si no se les transitaba en los vehículos correctos; entendieron que en la alcantarilla se juega con las reglas de la alcantarilla, y optaron por adoptarlas.
Por lo demás, había una serie de ventajas adicionales para quienes se acercaron a los grupos templarios. Entre las más atractivas, estaba el ofrecimiento de pagar los servicios legales con trabajo y colaboración para el cartel, una vez obtenida la libertad. Eso significaba, implícitamente, al menos, dos cosas. Una, se limaban asperezas que ayudaban a que los jefes de plaza que seguían libres y buscaban venganza, perdonaran o canjearan los castigos por algún tipo de servicio. Además, había ahí la posibilidad de asegurar una fuente de ingresos sumamente útil para paliar la crisis que se acrecentaba, y que, de otra manera, iba a ser muy difícil de conseguir en el mercado formal de trabajo, sobre todo con el pesado estigma de la prisión encima. De hecho, se podía comenzar a colaborar incluso antes de salir libre, si el reo así lo decidía.
Para el cuarto año de prisión, varios entre los más jóvenes trabajaban ya abiertamente para alguno de los grupos controlados o asociados a los templarios dentro de los penales, como el de los tecatos, que manejan hasta hoy el tráfico de heroína y otras drogas dentro del CERESO Mil Cumbres. En algunos de estos casos, los autodefensas recién integrados a esos grupos, alcanzaron con el tiempo posiciones de poder importantes dentro de la organización. El lugar común dice que la cárcel enseña a los internos a comportarse como criminales, y, en estos casos, los jóvenes no sólo lo habían aprendido, se volvieron maestros. Si la readaptación se trata de preparar al reo para inserirse de manera exitosa en la realidad social, estos fueron quizá los que salieron del penal siendo más aptos para enfrentarse al Michoacán de esos días.
El regreso a la realidad
Quienes, a pesar de todo, mantuvieron alguna distancia frente a los criminales dentro de las cárceles, y lograron más tarde obtener su libertad, volverían a pueblos donde los gatilleros templarios lo controlaban nuevamente todo. Varios, que cargaban con amenazas de estos últimos, tuvieron que irse en definitiva de esos lugares a riesgo de perder la vida o la de su familia. Otros, por valor o porque no tenían más opciones, decidieron enfrentar esa posibilidad, y acabaron muertos en los rincones del sierra, a la vera de brechas, sobre las dunas de playas y entre los polvos de caminos rurales. Las autodefensas eran ahora parte de una historia hecha de fantasmas, de breves recuerdos que hacían aflorar fugaces sonrisas, apagadas de inmediato por silencios de texturas desconcertantes.
Los sobrevivientes siguen siendo el testimonio vivo de la brutalidad con la que operan los poderes en Estados neoliberales en los que el crimen organizado no es sino una fracción orgánica, cuando se osa pretender transformar las realidades que los alimentan. La cárcel, dice Elías Neuman (2004), es un microcosmos en donde se recrean las relaciones sociales de dominación. En Michoacán, los presidios fueron el instrumento coercitivo para obligar, mediante la violencia de la reclusión, a aceptar el orden de las cosas como algo inamovible. Quienes cuatro o cinco años antes combatieron criminales, volvían, de este modo, a ser nuevamente sus víctimas. Los pueblos regresaron a las garras de matarifes y secuestradores, que tuvieron a su vez que agruparse bajo diferentes siglas para darle contenido a las versiones oficiales que anunciaron el fin de los Caballeros Templarios.
A diez años de aquellos eventos, está todo más claro, nunca hubo realmente la voluntad de acabar con el flagelo de las mafias, sino de reacomodar los poderes en palio para que los que se benefician de un estado excepcionalmente rico en recursos naturales, lo sigan haciendo. Ahí están la feroz agroindustria, los proyectos mineros, los puertos de altura, la ganadería extensiva, controlados todos por metapoderes que no han dejado de drenar la naturaleza y los territorios michoacanos. Ahí están la desigualdad y la pobreza lastimando perennemente el tejido social, ahí están, también, los récords de homicidios renovándose año con año, los de desaparecidos, cifras en las que la entidad se encuentra anual e infaltablemente entre las diez primeras del país.
El legado
Y, sin embargo, la mancha que ha dejado la sangre regada por costas y serranías permanece indeleble, delineando los contornos de una geografía del dolor que arraiga y define más que nunca a quienes, con sus sacrificios y por razones que escapan a los maniqueísmos, contribuyeron a construir la historia de Michoacán de los últimos diez años. Entre estos, quedan los testimonios de muchos autodefensas, personas sencillas, cuyos avatares no aparecerán nunca en diarios ni reportajes, pero que dejan sembrada una semilla de dignidad y coraje capaz de germinar en las circunstancias más extremas. Sus encarcelamientos, su infortunio, su muerte, son retazos de un entramado histórico desgarrado por múltiples violencias, pero son también las notas de una capacidad para resistir que sigue desafiando a los silencios y a las ficciones estatales que, maquilladas de izquierda o derecha, cada sexenio anuncian que las cosas en Michoacán marchan bien.
En medio de órdenes cada vez más opresores, forjados al calor del inmundo contubernio entre el capital y el Estado, la épica heredada por los grupos de autodefensas no es poca cosa. Aun y con sus múltiples claroscuros y contradicciones, la idea de gestas populares enarboladas para proveer amparo a la población es un poderoso mensaje político que engancha bien con una tradición de lucha arraigada en la identidad y en la historia de esas latitudes michoacanas. Hay, por tanto, en los legajos de las autodefensas, un capital inflamable, nada despreciable para la movilización en caso de que la realidad vuelva a alcanzar las temperaturas correctas.
A diez años de su nacimiento y muerte, las autodefensas siguen siendo – razonablemente – objeto de interpretación y análisis. Son demasiadas aun las preguntas sin respuesta que siguen flotando en las geografías michoacanas, como demasiadas son también las heridas que dejó una guerra con cuyos efectos seguimos haciendo cuentas. Quién sabe qué rumbo hubieran tomado las cosas de no ser por las mandíbulas de un aparato estatal que trituraron hasta la última reminiscencia de aquellos afanes. Lo que nos queda es, por ahora, una historia soterrada bajo el peso del plomo y la sangre, aguardando la curiosidad para empezar a escupir respuestas. Como señaló Carlos Montemayor (2003) explicando otras gestas: “estamos en el momento que empieza a surgir a la luz la memoria de estos movimientos. Esa memoria debe formar parte de nuestra conciencia actual, porque su historia empieza a revelarse para decirnos lo que somos, lo que a través de nuestras luchas hemos querido ser, y deseamos aún llegar a ser.”
Ilustración portada: Reco
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Autodefensas: pagar con la cárcel | Primera parte