“…aunque las causas son diferentes, los resultados son los mismos: indignación e incremento de la inseguridad socioemocional…”
Mario Torres López
Educación y Cultura
Pareciera que algunos políticos mexicanos han asumido que gritar y hacer desfiguros es más importante y hasta un sustituto de la exposición de ideas, propuestas de gobierno y confrontación de proyectos o visiones integrales para el desarrollo del país y el fortalecimiento de la identidad nacional deseada y promovida bajo principios activos de interés democrático.
La distopía se ha plantado en nuestro país, empezando por la disfuncionalidad de los partidos políticos, cada vez más alejados de la población que los mismos narcodelincuentes están agregando a sus redes de poder; seguidos por los empresarios que se habían acostumbrado a vivir del erario público, ya sea a través de la exención de impuestos, adquisición de contratos con garantía gubernamental de incumplimiento o alteración de las normas de calidad, o mediante compras de empresas paraestatales a precio de ganga; no se pueden perder de vista los políticos, de viejo y nuevo cuño, que han sido educados para hacerse de la vista gorda ante actos de corrupción o siendo ellos mismos sus generadores; a esto se agrega un poder judicial rancio, cuyo acto más generoso es actuar en contra de la legalidad para liberar a criminales o garantizarles vivir con amparos de impunidad ante la violencia social que ellos mismos generan; además, hoy cualquier vecino puede tomar calles, carreteras o edificios gubernamentales para exigir trato especial ante la inoperancia de la justicia y la incapacidad gubernamental para diseñar estrategias y operar programas eficientes de protección civil, salud y educación.
Las distopías, como narraciones donde se exponen casi siempre de manera confusa los efectos de la inseguridad y la violencia, nos han llevado a asumir que, aunque las causas son diferentes, los resultados son los mismos: indignación e incremento de la inseguridad socioemocional, cuando los criminales abandonan cuerpos de ejecutados y decapitados o cuando manifestantes normalistas incendian automóviles, destruyen inmuebles y violan derechos fundamentales de terceros.
De muchas formas se habrá de argumentar que la dimensión y el sentido de la violencia no son equiparables, pero siempre estará presente la posibilidad de entender que, en apego a la verdad, los resultados de la violencia, en cualquiera de sus variantes, son los mismos: la impotencia de la mayoría de la población se convierte en miedo, volviendo exponencial la sensación de inseguridad social.
A la vista de todos y ante la perspectiva carroñera de politicastros sin escrúpulos y medios de información que viven de la nota roja, los criminales se multiplican y las organizaciones político-estudiantiles y civiles se autocriminalizan fomentando todo tipo de narrativas contra las instituciones gubernamentales y sus representantes legales, cuyo argumento es que no tienen argumentos para defenderse, porque la ley y la justicia siempre estarán en otra parte.
Esta idea de la ley como principio básico de las injusticias sociales, al parecer tiene su origen en el hecho de que vivimos en país de leyes especiales para cada grupo de poder, aunque pocas de ellas se apliquen con rigor; en un país donde cualquier ciudad puede ser paralizada con cualquier pretexto, bajo el supuesto de que esta es la única manera de hacerse escuchar, sobre todo por las autoridades judiciales; un país en donde aparentemente nadie está conforme con el gobierno electo por la vía del voto secreto e individual de acuerdo con lo dispuesto por todos los partidos políticos; en fin, un país que guarda silencio por los desaparecidos y que se vuelve formalmente cómplice de la delincuencia cuando, con cualquier pretexto de procedimiento legal, como si fueran sus legítimos defensores, dejan en libertad a secuestradores, feminicidas y narcoterroristas, pero que mantienen en la cárcel a mujeres violadas, indígenas y defensores de la naturaleza, ladrones de tortillas y estafadores de vecindario de pesos y centavos.
Este es mi país y este es el síntoma de nuestra decadente humanidad. Tengamos presente que las guerras son las expresiones menores de esta cultura que nos pone al límite del terror; hoy podemos ver y sentir que en la vida cotidiana hecha de tecnología virtual, la violencia se vuelve tan sutilmente sofisticada que la vivimos en silencio y hasta con nuestra cómplice indiferencia.
Es tan fuerte como eficiente este tipo de cultura que prácticamente ningún sistema educativo escolarizado puede librarnos de estos manifiestos del dolor y la crueldad, salvo que, alimentados de utopía, se lograra que un sistema escolar eficiente hiciera posible una educación y cultura de la equidad y el respeto pleno a la vida. Esto significaría el respeto absoluto a la vida, la preservación de los ecosistemas y la regulación planetaria de los bienes y servicios siempre al favor de los demás, que finalmente seremos nosotros mismos.
Mientras no entendamos el valor de la política para dirimir nuestras diferencias ideológicas, seguiremos predicando que felices son los indiferentes que asumen que las cosas han sido siempre así y nada se puede hacer para cambiarlas. La felicidad tiene forma de silencio cómplice y de impotencia ante la violencia que se expande como los incendios forestales y el huachicoleo, por todo el país.
Ilustración portada: Reco