“Acomodados desde nuestra educación quejumbrosa hemos llegado a un punto en el cual, si un vecino estornuda, de inmediato cerramos la calle donde vive o la vía más próxima y transitada…”
Mario Torres López
Educación y Cultura
Mientras escribo en alguna parte de este país habrá enfrentamientos entre policías, ladrones y narcodelincuentes, así como entre organizaciones de criminales de cuello blanco que aspiran al control político territorial y gubernamental.
Y mientras esto sucede, algunos jueces buscarán argumentos para dejar en libertad a delincuentes de la más diversa calaña. Siendo el Poder Judicial una de las instituciones más corruptas y conservadoras del país, manipulados por grupos de poder extrajudiciales o por motivos personales, amplios sectores del país proclaman a todo pulmón que el poder judicial no se toca.
Es evidente que sin justicia no hay democracia y sin ella nos alejamos cada vez más de la posibilidad de construir una sociedad más equitativa en todos sus aspectos. La justicia debería ser la garante de todos nuestros derechos; sin ella quedamos a merced de los más corruptos (que siempre aparentar ser los más fuertes) y sus incondicionales justicieros, casi siempre rodeados de una o dos cuadrillas de maleantes.
Acomodados desde nuestra educación quejumbrosa hemos llegado a un punto en el cual, si un vecino estornuda, de inmediato cerramos la calle donde vive o la vía más próxima y transitada para exigir a las autoridades que vengan a limpiarle los mocos y que de paso regale toallitas sanitarias para toda la colonia. Si se hace caso omiso, el siguiente paso será exigir ¡mesa de diálogo! ¡mesa de diálogo! ¡gobierno corrupto, nos quiere matar de moquera!
Nuestra educación cívica nos obliga a suponer que si algo no se resuelve de inmediato, se debe a la opacidad de los procedimientos institucionales, sin analizar el origen de estos desajustes estructurales. ¡Pero el Poder Judicial no se toca!
La corrupción y la descomposición de las instituciones de gobierno, ha fomentado la emergencia de grupos conservadores y tendencias políticas ultraderechistas, amparadas en el silencio y la apatía de amplios sectores de la población, no necesariamente con los mejores ingresos económicos. Después de todo, ha quedado demostrado históricamente que a menor educación política, mayores posibilidades de manipulación social.
El silencio no es opción frente al avance de la ultraderecha. Su impulso para recuperar los privilegios de empresarios e inversionistas financieros, tiene como único fin la concentración de la riqueza y, obviamente, del poder político para imponer y controlar a los gobernantes que sean fieles guardianes de sus intereses en nombre del bien común (de ese selecto grupo empresarial) y del desarrollo irracional, por mercantil, de las ciencias, la tecnología, la producción de bienes y servicios y, finalmente, el control de la pobreza con fines de lucro.
El silencio no es opción ante la desmesura del poder y la violencia generalizada en contra de la población, sus recursos naturales y de los defensores del globo terráqueo. Tampoco es opción la demagogia electorera que nos promete el paraíso terrenal, siempre y cuando sigamos a pie juntillas sus indicaciones.
Por otro lado, en los márgenes del poder institucional han crecido redes de un poder fáctico que inexplicablemente se hace cada vez más desenfrenado, sin comprender que no hay dignidad en el asesinato y la crueldad con que se descuartizan cuerpos, se esparcen sus partes o se les entierra en lugares clandestinos. Quienes lo hacen son esclavos de sus pasiones enfermizas y/o de una perversidad que se supone próxima al poder para decidir sobre la vida y la muerte de los otros, y aquí están incluidos tanto los ejecutores, los autores intelectuales y las autoridades cómplices que se niegan a ver y poner en acción las leyes que protegen la vida y deben dar seguridad a personas y comunidades.
Lo cierto es que, dada la frecuencia con que se repiten estas acciones, estamos siendo empujados a vivir en estados de excepción que, desafortunadamente, de una u otra forma, se está volviendo un fenómeno social planetario.
En el redondeo de los desastres silenciosos tenemos a los virus y las enfermedades contagiosas como enemigos identificables, pero nos volvemos insensibles a nuestra propia capacidad de autoexterminio, observable desde la violencia doméstica, las campañas militares de exterminio étnico y los campos de refugiados orillados a vivir en condiciones deplorables.
En contra de lo que digan las narrativas religiosas, no hay dignidad en el sufrimiento.
Para consuelo de nosotros mismos, lejos de las manos tenebrosas de los dioses y perceptible a simple vista, los senderos de la paz atraviesan luz y oscuridad y hacen miles de retornos entre la raíz de las pasiones y el origen cósmico de todo lo creado. No hay aquí ningún principio místico; es, simplemente, el encanto de la vida y el devenir de lo que existe.
Ilustración portada: Reco