“Yo iba a convertir a Hijo en un maricón enseñándolo a tejer y a jugar con muñecas, era una madre desnaturalizada.”
Nektli Rojas
Narrando el Género
Como cada Navidad, vi a entrar a Vaquero por la puerta de la casa de los padres de Marido. Güero de rancho, dirían algunos, de hecho, tenía uno. Un rancho en los alrededores de Culiacán en los noventa… miedo. No se quitaba el sombrero al pasar a la casa, lo mantenía en su sitio un rato hasta que, de pronto, ya no lo llevaba. Hebilla enorme de su cinturón, sus botas de piel de víbora con punta y tacón, Vaquero es esposo de una de las hermanas de Padre.
Nunca me dirigió la palabra. Ladeaba la cabeza para no mirarme. He pensado siempre que él inició la guerra en mi contra. Toda posibilidad de aclararlo se ahogaba en sus ojos claros (ni azules ni verdes) que emanaban rayos de desprecio. El primer paso hacia el odio estaba dado.
Abuelo construyó su casa en lo que en esos tiempos era una colonia de clase media de Culiacán. La levantó por partes, con ayuda de sus amigos, entre borracheras y trabajo de ventas en el desierto. Mientras tanto, Abuela esperaba en algún rincón con los hijos. Abuela era enorme, con una dulce voz queda que asustaba por su falta de correspondencia con su estatura, que heredó a sus descendientes. Silenciosa, le costaba trabajo pasar inadvertida, pero se esforzaba en guardarse dentro de sí misma. Abuelo provenía de norte arriba, donde los seris o los yaquis dejan la piel manchada de rojo. Guapote alto, moreno, mujeriego.
Marido creció en una ciudad en donde en el mercado, cuando acompañaba a Abuela a comprar víveres, veía tambos de metal llenos de opio. Al igual que Hermana, se fue a estudiar a La Ciudad. Se hizo matemático. Me encantaba fastidiarlo diciéndole que Aridoamérica empezaba en Sinaloa y no les había tocado formar parte de las grandes culturas prehispánicas, mientras le recordaba las maravillas de la sala mexica del Museo de Antropología. Pero la verdad es que en todas partes se cuecen habas.
A Marido solía preguntarle cuántos puntos tenía que aumentar si necesitaba llegar a tantos otros en una distancia específica, una vuelta no y otra sí. Siempre era preciso. Yo tejía suéteres y demás parafernalia para mis hijos. Entre obligación doméstica y trabajo, “un punto de derecho/ un punto de revés…”, como dice la canción de Brassens.
A Hijo le fascinaba esa alquimia doméstica que ocurre cuando alguien toma un par de agujas largas y misteriosas, en las que enreda un estambre, le da mil vueltas y el resultado es un suéter o una bufanda.
-Yo quiero aprender a hacer eso, me pidió un día enfrente de mi tejido. Ya sabía yo que lo que quería hacer uno, lo iba a querer también la otra. Así que me dirigí a algún centro comercial y compré unas agujas del 5, de 20 centímetros, con tope en una punta (porque las hay de dos puntas, pero ésas no sirven para enseñar) y estambres. Iniciamos una serie de tardes de tejido familiar.
No sé cómo se enteró Vaquero. Puede ser que se lo haya dicho Abuela y que a ella se lo haya dicho Marido. Quizá fue Hijo mismo, en algún comentario que para él era motivo de orgullo: “¡ya sé tejer!”
Hija amaba las barbies. Hijo también quiso las suyas. Yo seleccionaba en los estantes del súper las menos peligrosas: Barbi artista, Barbie veterinaria, Barbie Mulan, Barbie negra, una para cada uno en las fechas que ameritaban regalos. Tampoco supe cómo se enteró Vaquero. Allá arriba, en el norte, no hubo ningún aliado. Yo iba a convertir a Hijo en un maricón enseñándolo a tejer y a jugar con muñecas, era una madre desnaturalizada. Abuelo sólo había tenido un hijo varón, Marido. Que la malvada chilanga loca con la que se había casado fomentara esa conducta en su nieto le parecía insoportable. Sin embargo, me toleraba sin ningún rasgo de amabilidad.
Abuela no dijo nada. Salvo la esposa de Vaquero, que se sumaba a él, las otras tres hermanas culishis se hicieron a un lado. La hermana mayor ni supo del asunto. No es que le hubiera importado, a pesar de que Hijo era su sobrino favorito. Abuelo encerraba a Hijo y a Hija en un cuarto de atrás de la casa cuando se quedaba con ellos, porque no los soportaba.
No dejé de comprar barbies para Hijo hasta que él mismo me lo pidió. Lo único que acabó fue una bufandita color vino. Después perdió el interés. Tal vez Hijo sería capaz ahora de crear algunas prendas para su propia beba, si hubiera podido seguir practicando.
Los hombres tejen redes, que a fin de cuentas sirven para matar. Peces, pero da lo mismo, se ejerce el mandato de violencia. En algún lugar del Perú, los hombres tejen tradicionalmente sus sombreros. Ahora existen los BCN Teixidors, en Barcelona; los Hombres Tejedores, en Chile, los Hombres Tejedores Argentina, los Hombres Tejedores México, que rompen los mandatos del género. Yo debería tejer un amigurumi de Vaquero y enviarlo a Culiacán en nombre de Hijo.
Ilustración portada: Reco