La ciudad es un lenguaje que no se improvisa; transitar, una libertad que, a veces, se pierde
David Ramos Castro
La Colmena Urbana
L’homme ivre d’une ombre qui passe
porte toujours le châtiment
d’avoir voulu changer de place.
Charles Baudelaire
Nathan Mendelsohn, quien había nacido en 1915 en la antigua Checoslovaquia, aunque se había criado en Estados Unidos, no sólo estaba familiarizado con la sociología rural, sino que se sentía profundamente fascinado por la vida que emergía de las estructuras rurales y urbanas. Su andadura profesional, que incluía varios años como profesor en Columbia, le permitió adquirir conocimientos en planificación, finanzas y psicología, bagaje éste que lo llevó a buscar oportunidades como emprendedor inmobiliario en California, una tierra cuyas opciones se antojaban entonces harto promisorias, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Allí, Mendelsohn se encargó de lanzar con éxito un desarrollo inmobiliario llamado Arlanza Village, en el condado de Riverside, que convirtió una instalación abandonada del Ejército en una próspera comunidad apoyada por un parque industrial, así como de involucrarse en la subdivisión de la comunidad del desierto Hesperia. Sin embargo, su desafío más importante aún estaba por llegar.
Convencido de las posibilidades latentes que ofrecía el desierto, Mendelsohn se propuso aprovecharlas fundando para ello una ciudad que, según sus planes, llegaría a rivalizar con Los Ángeles y a convertirse en un importante enclave de todo el estado. Con ese objetivo, desde 1956 fue adquiriendo tierras al noreste del Mojave. En apenas un par de años, poseía ya una extensión de más de 323 km², de manera que comenzó a vender lotes y a acompañarlos con el buen augurio de un gran crecimiento futuro. California City fue el nombre que el otrora sociólogo y ahora emprendedor eligió darle a su visionario proyecto, el cual debía llegar a albergar a medio millón de personas que disfrutarían de todos los equipamientos necesarios para llevar una confortable vida urbana, entre ellos una universidad, un aeropuerto y hasta un lago, lo cual no era poca cosa si tenemos presente el desértico emplazamiento de la ciudad. Sin embargo, la visión de Mendelsohn se truncó y el proyecto nunca llegó a realizarse. Actualmente, California City figura como la tercera ciudad más extensa de toda California, pero su población apenas llega a las 13000 personas, mientras que por sus calles deambulan los espectros de aquel viejo y ambicioso sueño, convertido hoy en un polvoriento amasijo de vías a medio pavimentar y un intrincado trazado de caminos terrosos y señales con nombres olvidados, entre ellos, el de Nat Mendelsohn
Para el historiador Arnold Toynbee, toda ciudad implicaba un conjunto de edificios y una población amontonada en un lugar que no dejaba sitio para la producción de alimentos. Aunque definitorios, aquellos rasgos, sin embargo, no eran definitivos, pues, al mismo tiempo, la ciudad debía poseer un sentido corporativo, un carácter de comunidad, cuyos indicios Toynbee rastreaba en los vestigios que habían dejado las murallas, los lugares de reunión, los templos consagrados o los espacios reservados para la administración. Tanto la lista del historiador inglés como el caso de Mendelsohn nos recuerdan algo que con frecuencia olvidamos: que no basta con reunir a una gran multitud para forjar una ciudad, sino que es necesario contar, además, con una historia común, aunque sea una historia de conflictos, y con un orden social que entrevere lo imaginario y lo simbólico. Tal orden, visto como un «orden moral», es lo que el antropólogo intenta captar a través de la sensibilidad de su experiencia etnográfica, que entiende la ciudad como el resultado de una trama de objetos y de actos, y aquello que, sirviéndose de otros medios, procuran expresar también el novelista y el poeta, amén de otros artistas, cuando se involucran en la comprensión de la urbe.
En este sentido, esa relación entre cosas y acciones puede traducirse en términos de lo que separa a la ciudad de lo urbano, o sea, de lo que distingue sus infraestructuras (equipamientos las llaman los arquitectos), edificios y población, de la praxis que resulta de las múltiples trayectorias que los seres humanos graban sobre el tejido citadino a lo largo de sus vidas, y aun después, por medio del lugar que las ciudades disponen para la vida de los muertos. Por ello, la ciudad vive una vida análoga a la del lenguaje, pues ni el lenguaje ni la ciudad pueden improvisarse. El fracaso de iniciativas como la de California City se torna, así, similar al limitado alcance que tuvieron proyectos bienintencionados como el del esperanto de Zamenhof, quien creyó posible inventar un idioma de comunicación universal, al descubrirnos que ni lo esencial del lenguaje vive en la gramática, ni tampoco lo más vital de la ciudad habita en sus edificios o en la planificación racional de sus espacios, por muy importantes que ambas cosas sean.
Ese nexo entre ciudad y lenguaje lleva al escritor Jean-Cristophe Bailly a enunciar una sugerente tesis en su obra, de bello título, La frase urbana, según la cual, si el héroe del libro es el lector, el de la ciudad lo será el viandante, le passant. En efecto, el pie y su caligrafía, primera y crucial medida que dio el ser humano a la ciudad durante siglos, llega hasta nuestros días, después de atravesar un camino de huellas y experiencias que han acabado convirtiendo tal herencia de libertad errante en un malestar urbano acuciante, esclavo del temor y del encierro. Figuras modernas como la del flâneur, cuya existencia se consagró originalmente a descubrir la ciudad por medio del callejeo ocioso y poético, describen ahora, en cambio, los peligros que acosarán al transeúnte que aún se arriesgue a confrontarlos con heroísmo. Una experiencia del deambular, mezcla de «vivencia» y «ensimismamiento», como la interpreta el historiador mexicano Mauricio Tenorio Trillo, que vuelve, pues, a anunciar una condena actual, la del «hombre ebrio de una sombra al pasar», que «consigo lleva siempre el castigo/de haber querido cambiar de lugar». Es entonces cuando advertimos que muchas ciudades han cambiado y que dicho cambio se observa viendo cómo amenazan al que pasa, acechan al que pasea o persiguen al que transita. Una libertad, entonces, vuelve a desvanecerse, la nuestra, cual el espectro de esa ciudad que nació muerta, un día, en medio del desierto.
Ilustración portada: Luna Monreal
