“Vivimos al día con la muerte en cualquiera de sus ricas variantes, a grado tal que nos hemos vuelto indiferentes a ella; no así a los discursos de odio que saturan todos los espacios de información…”
Mario Torres López
La democracia, tal como la conocemos hoy, es una invención de la guerra fría del siglo pasado con la cual se buscaba distanciar el salvajismo del capitalismo en ascenso vertiginoso, que se ha plantado como el destino manifiesto de Occidente, frente al primitivismo del bloque socialista. En la visión del imperialismo capitalista de los Estados Unidos de Norteamérica eran tan demócratas los gobiernos de Idi Amin Dadá, Francisco Franco, Augusto Pinochet y los gorilatos sudamericanos, como ellos mismos con sus guerras expansionistas en muchas regiones, de por sí empobrecidas, no occidentales. Desde entonces, nada hay tan ambiguo como la democracia y sus mil rostros de desigualdad y pobreza social.
Hoy nos debe quedar claro que la democracia no es un sistema político preestablecido, con reglas de convivencia, gobernanza y gobernabilidad únicos, ni de principios teóricos uniformes, con validez universal, o estructuras sociales permanentes. Como todo hecho histórico está vinculada con el devenir social y a la constante reconfiguración de las fuerzas político-partidistas que dan forma y sentido a la vida institucional.
Lo que se vive en México, desde la última década, al menos, parece inédito y, con base en sus propias falacias y frustraciones, inaudito después de que los partidos con mayor nomenclatura histórica empezaron a perder el poder gubernamental desde finales del Siglo XX. Las democracias consolidadas podrían soportar esto, y más; desgraciadamente en nuestro país predomina un ambiente de pleito de cantina entre balaceras de grupos de narcodelincuentes que se disputan el control territorial y, con ello, las rutas de dispersión de drogas, lavado de dinero, así como áreas de influencia gubernamental. Por todo esto, es comprensible la propuesta de gobierno de la señora Xóchitl Gálvez de acabar con la delincuencia prohibiendo las micheladas, vulgarizar la indumentaria de los pueblos originarios y, como el viejo priismo, borrar los hechos y la memoria del gobierno anterior. Para educarnos en la desmemoria son expertos los gobiernos de la hoy oposición partidista, tomando en consideración que detrás de ellos está todo el aparato propagandístico y manipulador de los EUA.
La tragicomedia nacional se vuelve más desconcertante cuando vemos que desde la trinchera del poder gubernamental se acusa de clasista, como novedad narrativa y diferenciadora del mundo social, a la burguesía empresarial y financiera desde donde se han construido las barricadas de la oposición cuyos misiles están cargados, más que de propuestas de gobierno, de odio al supuesto dictador tropical que hemos elegido mayoritariamente mediante el voto directo y secreto para gobierne a este país.
Estos misiles de odio han alcanzado rápidamente a amplios sectores de la población mexicana, lo cual, entre otros sectores, ha sido aprovechado por las organizaciones criminales consolidando un ambiente de incertidumbre sobre el futuro en donde han quedado atrapados los partidos políticos y el máximo e intocable poder nacional: el poder judicial.
Vivimos al día con la muerte en cualquiera de sus ricas variantes, a grado tal que nos hemos vuelto indiferentes a ella; no así a los discursos de odio que saturan todos los espacios de información, acentuados por noticias falsas y ausencia de argumentos en cualquier tipo de acusación política.
El odio es más penetrante cuando se hace divertido. De esto saben más los comediantes, por eso suelen ser invitados constantes a muchos círculos del poder, para despotricar en contra de cualquier iniciativa gubernamental y para aplaudir los desplantes despóticos de la oposición apoyados por jueces y ministros de justicia, que al parecer poco saben de ella.
Nadie gana cuando se hace de la política un espectáculo de farsa y cachetada, en nombre de la democracia.
Nada hay más triste que ver y vivir en un país que se corrompe desde el corazón de sus instituciones; nada hay más alentador que ver a la gente sonreír, a pesar de los gobiernos corruptos, y empeñados en soñar futuros mejores, impulsando así el devenir histórico como un contraste de buenos deseos y de perversas formas de manipular la voluntad social en aras de intereses de particulares constituidos en grupos de poder.
Sin justicia social la democracia no puede ser más que una aspiración, en la cual se pueden escudar tanto demagogos como dictadores que centran sus narrativas en la retórica del bien popular como representación del poder absoluto y la soberanía insaculada. Lo que la mayoría de los políticos silencia es que la justicia social implica una vida digna, con educación, salud y equidad en las condiciones económicas de vida. En esta parte se acaba la demagogia y empieza el silencio en torno a la realidad social.
Ilustración portada: Pity