“Mantengo mi sonrisa idiota que combina a la perfección con mi bonito silencio. Me doy cuenta de que no me ve forma de persona. Omito decirle que mi overol no es ropa de trabajo.”
Nektli Rojas
Para mi hijo y mi hija, siempre compañeros de aventuras.
Llega la hora de pensar en que lxs hijxs tienen que entrar al sistema educativo. Me compro varios libros sobre métodos de enseñanza, entre ellos, algunos de la querida María Montessori. Me dejo seducir por su método, cerrando los ojos al hecho de que, como católica que fue, la creencia espiritual es un poderoso eje de su fundamentación. Montessori diseña su método originalmente para niñxs con necesidades especiales, y lo aplica por primera vez en lugares pobres de Roma, con la Casa dei bambini. Es 1907.
Tres libros después, estoy lista para encarar la realidad. En Morelia sólo hay una escuela Montessori. Lxs guías (no se llaman maestrxs) y los materiales están certificados. El problema es que muchas personas ven la educación Montessori como una cuestión de mostrar su estatus y no como el medio para formar espíritus libres que amen el conocimiento.
Vamos a dar a una escuela por La Paloma —que no es tal, sino que representa a una flor de bugambilia (que tampoco es lo que parece, porque la flor es la cosita amarilla y pequeña del centro; las moradas, son hojas). Hijo entra a Casa de niños; e Hija, a Cuarto de bebés.
Es necesario decir que las clases no son como las conocemos, sino que cada niñx escoge el tema y los materiales con los que quiere trabajar. De esta manera, mientras que lxs chiquillxs se desplazan hacia las repisas para tomar lo que desean aprender, Hijo permanece sentado en un mesabanco, vigilando los movimientos a su alrededor, como gato agazapado. Un niño pasa cerca de él. Hijo estira la pierna. El niño cae cuan largo es. El acabóse.
Elizabeth, la directora, me manda llamar para hacer las preguntas pertinentes en esa situación: las cosas en casa, etcétera. Yo me coloco mi cara de mensa, subo la voz dos tonos y la bajo unos cuantos decibeles. Elizabeth pone como condición, para que Hijo regrese a clases, un par de sesiones con una psicóloga que determine su estado emocional. Me proporciona el nombre y teléfono de la persona que trabaja con ella.
En nuestra carcachita, llegamos a casa de La Psicóloga, en una colonia “decente” de la ciudad. Lo primero que hace ella, confiada y güerita, es medir el coeficiente intelectual de Hijo. Como está interesada en la vida política, le hace preguntas sobre la forma en que se eligen los diputados en el país. Me quedo callada porque de su evaluación depende que Hijo se reintegre a clases. Una vez que comprueba que está frente a un niño con capacidad intelectual digna, nos saca para darle consulta. Sonríe mucho, se mueve delicadamente.
Yo me muerdo las uñas. Lo bueno es que Hijo pasa por güero, aunque Hija y yo, no. Ya en la última sesión, la flamante especialista me hace pasar a su estudio. Me dice que Hijo tiene un desarrollo normal y no muestra tendencias agresivas, que puede reintegrarse a su comunidad. Pero.
Me muestra un dibujo, realizado con crayolas, en el que se distinguen tres personas y un par de gatos. “Le pedí que representara a su familia”, me dice la psicóloga, vestida con ropas de colores claros, vaporosas y floreadas. “El niño hizo esto”. Lo que yo veo: una comunidad formada por tres animales humanxs y dos no humanos. Lxs sapiens son una mujer al centro, vestida con un overol, un niño y una niña a ambos lados, con una sonrisa y algunos juguetes. Tengo miedo de un discurso freudiano tamizado por una universidad privada.
“¿Qué notas?”, pregunta con su boca pintada de color suave. Tiene lentes y lleva el cabello largo, sostenido con una diadema. Es un poco mayor que yo, pero no por mucho. “Somos los tres y nuestros gatos”, contesto, intentando disimular el orgullo que me causa ver a los gatos como integrantes familiares. No vaya a ser que a ella le gusten los perros.
“Sí, bueno. ¿Dónde está el papá?” Yo: “Es que trabaja todo el tiempo y somos nosotros los que nos la pasamos juntos”, así con uso RAE de la lengua. No hagamos olas. “Y ve”, continúa ella, mirándome fijamente. “Ésta eres tú. ¡Tienes el pelo muy corto, estás vestida con un overol y llevas un taladro en la mano!” ¿De qué está hablando? ¿Cuál es el problema?, pienso. Sonrío y sólo consigo una expresión estúpida.
“Bueno, le respondo, tengo el pelo corto. Soy la encargada de hacer las reparaciones en casa y hasta he hecho algunos muebles pequeños”. “¡Ah, por eso el overol!”, justifica. Mantengo mi sonrisa idiota que combina a la perfección con mi bonito silencio. Me doy cuenta de que no me ve forma de persona. Omito decirle que mi overol no es ropa de trabajo. Me encanta mi overol y me lo pongo a cada rato. Me hace sentir divina. Di-vi-na. Lo combino con un paliacate en el cuello y botas de trabajo, así como se ve en el dibujo de Hijo. Es bueno para los detalles, pienso otra vez orgullosa. Pero me trago hasta el brillo de mis ojos.
“Mira”, cierra su consulta con El Diagnóstico, “yo creo que el niño no tiene ningún problema, su coeficiente intelectual es alto, no presenta actitudes que nos puedan hacer sospechar de algo malo: le voy a decir a la escuela que lo pueden recibir de regreso. Ya hablé con él sobre mejores formas de expresar su frustración para que no le cause daño a ningún compañerito”. Sonrío otra vez, procurando no demostrar emociones fuera de lugar. Doy las gracias. Me urge salir corriendo de su estudio. Ella no ha dado por terminado el speech, emitido en un modo terso capaz de disimular todo mal.
“Pero a ti te voy a hacer una recomendación, por el bien tuyo y de tus hijos. A la edad que tienen, es muy importante no crearles confusión. Hay que darles ejemplos y modelos claros. Así que te sugiero que te conectes con tu lado femenino”.
Afortunadamente, Hija va de vestidito. Tengo que seguir sonriendo, no dejar traslucir na-da-de-na-da, agradecer con humildad y buenas maneras para que La Psicóloga no le hable a Elizabeth y le diga: saca inmediatamente a esa criatura de tu comunidad, es un futuro anarquista. Debo trabajar, necesito que las criaturas vayan a esa escuela porque intento que su educación transcurra en un lugar en donde les deformen la mente lo menos posible, en donde lxs maestrxs sean aceptablemente prejuiciosos. Es de primera importancia que lxs hijxs acudan al mismo sitio para no tener que perderme en llevadas y traídas dando vueltas a la ciudad.
Copio las costumbres de la gente bonita. Respondo: “Ay, tú crees, sí, claro, qué buena idea, haré lo posible, hasta luego, qué gusto haber hablado contigo”. Cuando dejamos a La Psicóloga, le suplico a Hijo que no vuelva a hacer una de las suyas porque no quiero tener que pasar otra vez por una humillación así. No entiende nada. Durante todo el trayecto de regreso, tengo taquicardia y ganas de llorar.
Entramos lxs tres a casa, a nuestros cuartos con muebles hechos con mis manos de uñas cortas y sin pintar. Me hago el propósito de comprarme otro overol y un juego de brocas para madera.
Ilustración portada: Luna Monreal