“En realidad, era buena suerte, porque no podían decirte que te sentaras a esperar seis meses, un año, un ataúd”
Nektli Rojas
Narrando el Género
El sol te hace entrecerrar los ojos. Te bajaste de la combi en Acueducto y recorriste un par de calles sobre Rafael de la Vega, que cambia de nombre cuando desemboca en la puerta del Hospital. Lo viste desde lejos, un enorme complejo blanco de edificios que parecían caer sobre ti. Iban a tragarte. Tú misma te ofrecías como bocado ante los dientes de cristal que, como incisivos, te invitaban a entrar.
En la mochila llevabas el papel que te iba a conseguir el estudio que la Secretaría de Salud no había podido sacar porque la máquina estaba fuera de servicio. Se había descompuesto y no había para cuándo. Mejor para mí, pensaste. Pero, ya en el pesero, te habías arrepentido de tu excesivo júbilo. El Hospital estaba muy lejos de tu casa, casi exactamente del otro lado de la ciudad. Cuántas veces ibas a tener que ir, que hacer y deshacer el camino que corría paralelo a la Avenida de la Angustia.
No había manera de usar el manido recurso de siempre para con ese tipo de cuestiones: procastinar. El dolor no sólo no se había detenido, sino que provenía de una masa larga y ardorosa en el pecho izquierdo. Ahí hay una bolita de fuego, llena de pensamientos catastróficos, te recordaba el más leve movimiento de brazos. La consulta era barata en el sector público. Así fue como acabaste en la institución de la máquina descompuesta. El doctor, ahí, había solicitado una enfermera, había palpado. Luego, una leve chispa de pena había brillado en sus ojos claros mientras extendía una orden para una consulta en oncología del Hospital y la necesidad urgente de un ultrasonido.
En realidad, era buena suerte, porque no podían decirte que te sentaras a esperar seis meses, un año, un ataúd. Firmado en el papel decía: urgente. De modo que entraste deslumbrada y preguntaste al policía de la puerta a dónde debías dirigirte. Había muchas ventanillas con muchas colas largas en cada una, pero avanzaban rápido porque sólo eran una primera clasificación de mujeres: pacientes que pedían consulta por primera vez, allá; pacientes de segunda, acullá; embarazadas de aquel lado; oncología, a este otro espacio. Tú enseñabas el papel mágico que, con su urgencia y su firma, aceitaba un poco los procesos.
Todo blanco, el sol se reflejaba en los cristales como si fuera el artefacto de espejos que iluminaba las tumbas egipcias. En la nueva ventanilla a la que habías sido enviada, haciendo acopio de una paciencia que nadie tiene, esperaste. Casi al instante la señora detrás de ti comenzó:
-¿También viene a oncología? ¿Qué le pasa? Híjole, hay que tener mucho cuidado. Yo así empecé… Si viera… Ahorita ya estoy esperando espacio para la cirugía. ¿Qué le pasó? ¿Por qué le salió esa bola? Uy, viera que lo mío, fue por mi marido.
Tienes miedo. Ella tiene más. Su miedo se suma al tuyo. Ves cómo una señal rebota de corazón en corazón, cómo se va moviendo por la enorme sala en la que están todas pidiendo piedad. Por un lado, al gobierno del estado; por otro, a ese dios patriarcal que varonilmente les ha jugado practical jokes. Más a unas que a otras. ¿O no? ¿Acaso toda broma pesada de dios lleva el mismo precio en la etiqueta?
-Aquí atienden muy bien, continúa diciéndote. Mire a esa niña, tan bonita, tan güerita. Ya le hicieron su cirugía. Rápido, sí fue… no que yo ya tengo meses esperando. Pero ella es una criaturita, un angelito de Dios. Hemos platicado muchas veces con su mamá, pobrecita. Y, mire, desde acá se le nota, ya hasta le dieron su ojo de vidrio. Le tuvieron que sacar su ojito porque ahí fue el cáncer. Anduvo con un parche mucho tiempo.
Notas el modismo moreliano, pero lo dejas pasar porque ver a la niña hace que el corazón se detenga un latido. Dos. Tal vez tres. Odín guiña su único ojo y brama skål!
-¿A mí? Lo que pasa es que yo tengo un marido que, ya sabe, de todo se enoja. Sí, toma mucho. Llega a la casa y, de cualquier cosa, salta. No hay manera de contenerlo. Se pone como león. en una de ésas me tiró al suelo de un golpe y me agarró a patadas. Me dio por todos lados, pero la más fuerte, antes de que me pudiera hacer bolita, me la dio aquí, en el pecho izquierdo. Fue la primera patada, la que me puso con más ganas. De ahí se me hizo una bola que nunca se bajó. Dolorosa, la condenada. Y empezó a crecer. Me mandaron para acá. Ya me hicieron estudios, ya me diagnosticaron, pero no hay para cuándo me operen. Y él, a los gritos, que me quiero curar a punta de dinero, me dice. ¡Hágame el favor…!
Ya sabías que detrás de cada masa extraña la muerte enseña los dientes. Ahora sabes que también puede esconderse detrás de cada juramento de amor. Todo deja de tener importancia. El sol, la consulta, las filas. Hay terror en tus ojos y en los de ella. En los de todas las mujeres que esperan turno, revisión, el momento de entrar a cirugía. No sabes qué te da más miedo. El sol. la vida. El amor. La muerte.
Ilustración portada: Pity