Aquellos que se creía bajo control del Estado con obras gubernamentales en su territorio, no olvidan que la impunidad, es el mayor agravio
Wendy Rufino, fotografías
Patricia Monreal, texto
La herida muestra carne viva a siete años de infringida, la rabia es una de sus expresiones. Una vez más, Arantepacua deja escuchar su grito de exigencia frente a la impunidad.
Paso a paso, hombres y mujeres, con sus familias allanan camino en Morelia desde casa Michoacán hasta Palacio de Gobierno. Son siete años de distancia desde la irrupción de las fuerzas de seguridad en la comunidad, que costó la vida de cuatro comuneros, además de la tortura de casi media centena.
El grito se siente fuerte: oficinas públicas, vehículos oficiales y privados, muros y cristales dan cuenta de su intensidad. Los enormes judas de cartón con los rostros de Silvano Aureoles, Adrián López y Juan Bernardo Corona, gobernador, secretario de gobierno y secretario de seguridad pública respectivamente en ese 5 de abril de 2017, son memoria de que la justicia en México carece de brazos.
Aquellos que se creía bajo control con obras gubernamentales en su territorio, no olvidan que la impunidad es el mayor agravio, y que en ese las fronteras políticas entre administración y administración no existen, no disculpan y no eximen.
Como tal, las autoridades responden de la misma manera: chorros de agua, gases lacrimógenos y fuerzas de seguridad sobre la avenida principal de Morelia para disolver la manifestación. Aunque la justificación -con lucro político- se da poco después a través de las redes sociales del gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, no hay excusa que valga: fue y es el Estado.
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